Hasta antes de la pandemia COVID-19, la idea de poner cámaras en las salas era concebible quizá solo para los padres más enfermizamente aprensivos; sin embargo, con la normalización de las clases online (más aún con la implantación masiva de modalidad mixta 50% de estudiante en sala y 50% online), la cámara se ínstala sin más en el aula y hasta nos parece sensato que permanezca tras la pandemia. Más aún, si se la argumenta desde la porfiada generación de «evidencia» y «registro» que colonizó de forma idiotizante los ámbitos directivos de la educación institucionalizada contemporánea.
La panacea de la dirección “educativa” será probablemente convertir la dirección en “caseta de guardia”, “conserjería” o “ciber café”, uno de esos aberrantes y lúgubres espacios donde un alma, generalmente empobrecida y delegada funcionalmente para ello, enjuicia la telenovela diaria, hasta que salga algo de interés suficiente para “reportar” a su superior.La cámara en el aula “ayuda” a extirpar la duda que, paradójicamente, es la llave de aprendizaje profundo y de la experiencia curiosa
El aula adquiere carácter de cárcel o estacionamiento con estas “mejoras” tecnológicas, de no ser porque el cerco eléctrico es sustituido por encierro simbólico-visual tecnificado. Allí, lo relevante (casi como indicador de calidad y excelencia) es el tamaño y resolución de las pantallas para competir (como marca) con el panóptico del lado, al tiempo que se da rienda suelta al fetiche íntimo, tanto para festinar con los “bloopers” espontáneos de los observados, como para legitimar en tono de “prueba jurídica” en caso de que alguien haya incumplido la moralina hipersensible de lo pre-definido, y eso escale a mayores. Lo común a estos dos últimos casos es que un juicio observador, en las sombras cosifica la acción de los demás, infravalorados jerárquicamente, cuestión remarcada e intensificada por el artilugio tecnológico visual que -como sabemos- jamás resulta inocuo. Es sabido que las herramientas, utensilios y/o artefactos heredan la moral de su(s) autor(es) y/o implementador(es) en su diseño y estructura íntima, heredando transitivamente los efectos de esta al producto resultante.
El “vigilar y castigar” de Foucault llegó para quedarse, imprimiendo mediante este panóptico virtual (neo-panofskyano) también otros corolarios o efectos secundarios preocupantes; por ejemplo, intensificando la necesidad de que se cumpla con un guion pre-definido, de que actuemos pre-visiblemente. Si en Truman Show la acción de Truman es espontánea y genuina y la de los demás (actores) no lo es, quizá estemos ad portas de una vida, ni siquiera como la de Truman, sino cómo la de los actores que lo secundan: actuar como si nada, a sabiendas de la falacia, más bien por miedo a ser visto y oído por el “sistema”. Una realidad actuada que, para llegar al reallity show total (la mega representación 24/7 de Truman o su versión sexy-cool, The Matrix), se apodera de uno de los pocos reductos -quizá el más estratégico y con incidencia deliberada en nuestras concepciones colectivas de mundo- que quedaban: el aula.
El reallity 24/7 ha comenzado, eso sí, con una suerte de Matrix charcha, pues no tenemos ni la tecnología, ni el estilo sexy de Neo o Trinity ficcionado en Matrix; y, aunque el avatar -como concepto digital de identidad- se esmerado sobremanera por fingirnos cool, a punta de filtros (maquillaje) y cirugías (físicas y digitales) para ajenizarnos; afortunadamente, la densidad física de la vida nos evidencia una y otra vez -aún contra nuestra tozudez infantil- la belleza de lo imperfecto, lo incompleto, lo impreciso propio del azar que tiñe sutilmente de sangre palpitante nuestra autoflagelada vividura.
Esto -lo de la cámara en el aula- resta aún más valor a la improvisación, inventiva y acción in situ o espontánea. Los profesores habremos de recitar en editado, producir vociferaciones (orar) con la definición de cosa concluida y cerrada, lista para imprenta. En el aula, los docentes habremos de hablar “pasado en limpio”, no en borrador como solemos hacerlo, habremos de emitir ideas concluidas, (“conocimientos perfectos”), no mostrar el borrador de las mismas, ni cómo estás se construyen pues, esa acción -según se mandata- es materia previa, propia del «tras bambalinas».
La cámara en el aula “ayuda” a extirpar la duda que, paradójicamente, es la llave de aprendizaje profundo y de la experiencia curiosa. En esta concepción higienicista y ocularcentrista de la educación, el estudiante no debe aproximarse a la construcción del pensamiento si no “recibir un producto terminado”, envasado y rotulado (con la marca (sello) de la institución) como en el supermercado hace con la carne: terminado, envasado y rotulado; re-insistiendo en instalar nuevamente la cinta trasportadora Fordiana en el la Educación. La Universidad se concibe, en este paradigma, ya no como productor, sino como distribuidor de carne ali(e)neada al por mayor.
Con esto el aula se aleja del taller donde se hace, se edita, se corrige, se hace nuevamente y, en suma, se co-construye y talla el pensamiento colectivamente, incorporando peculiaridades, deseos y -por supuesto- los conflictos inherentes a la existencia simultánea de más de un individuo cohabitando; para acercarse a la insípida e impersonal abstracción sacra de la obra terminada, propia del museo y/o galería de arte.
Así, pasamos del taller del artista donde el ensayo, la prueba y error y la acción in situ son el día a día; a la frialdad visual y a-contextual sacra de la galería de arte, todo ello, observado y moralizado por el dictamen aséptico (muchas veces) antojadizo (y mercantil) del crítico de arte que, generalmente, no ha hecho jamás obra, es decir, por el dictamen de un valuador visual que raramente ha hecho lo que evalúa; alguien tercerizado (mediatizador) que dice acerca de lo visto, hecho por otro (nótese el triple salto de esferas representacionales completamente diferentes: desde la acción física (mano), a la acción visual (ojo) y finalmente a la oral (lengua)).
Esto tiene importantes alcances y efectos sobre nuestras concepciones de mundo, pero más algún, sobre la sociedad que construimos; esa argamasa iterativamente fragmentada a hachazos semánticos y vuelta a pegar toscamente por la arbitraria fuerza grumosa de los sistemas de símbolos (entre otros, el capital) como adhesivo; más que por el calce plástico, sensible y contextual que atiende a las piezas amasadas en este locro social.
Cómo dijo Constanza Michelson hace un tiempo respeto al estallido social chileno de 2019 -en lo que consideró la frase más acertada del siglo hasta ahora, por cierto, aplicable a este caso- bienvenidos: “el siglo XXI se ha desplegado”, aunque poco nuevo traiga bajo el sol.
Comentarios
23 de mayo
Lo ideal es que la sala de clases, una de las muchos espacios de aprendizaje que dispone la educación hoy, no tenga cámaras. Es lo ideal y habría que transitar hacia una nueva forma de concebir el acto educativo, que privilegie el aprendizaje del alumno por sobre la enseñanza como transmisión de saber del profesor.
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