Cómo decirlo sin causar molestias entre los colegas, pero durante años los pedagogos hemos estado anquilosados en teorías que nos encierran en campos que no dan abasto para los tiempos que estamos viviendo; por lo tanto, el grueso del capital docente aún piensa que es la razón y su proyecto moderno lo que nos hace humanos y que el pensamiento que emana de dicho proyecto es la base del “ser”.
Hemos olvidado al viejo Heráclito. Olvidamos que estamos en un proceso constante, en que nada permanece igual que todo cambia, y en este juego de cambios, el “ser” (fiel compañero de siglos) como plantea Echeverría (2003) está siendo sustituido -nuevamente- por el “devenir” asignando al lenguaje, el lugar de privilegio que por siglos ocupará la razón para la comprensión de la vida humana.Es un deber como pedagogos pensar en nuestros alumnos y alumnas, prepararnos, estudiar para ellos y adoptar estrategias en función de la realidad de los distintos espacios y seres humanos con los que nos toca trabajar.
Lo anterior supone una transformación histórica fundamental. Nuestros niños y niñas (y jóvenes) han inventado un nuevo mundo, con “otras” producciones culturales y subjetivas (asociadas al desarrollo tecnológico), enseñándonos una nueva forma de escritura (a partir del celular), nuevas formas de entablar amistades, amores o vínculos (a través de las redes sociales) y con ello, nuevas palabras para designarlas. En ese sentido, todo debe ser re-construido en un nuevo formato, en el cual imagen, sonido y escritura tienen una estética que rompe con la lógica lineal del adulto.
Es decir, todo cambia menos la escuela, porque en este nuevo mundo, los espacios y sus representaciones ya no son los mismos de antaño. Bixio (2010) nos dice que la escuela ya no es el templo del saber. Es, más bien, un espacio que ha sufrido una “destitución simbólica”, y el antiguo relato que ésta construyó, en la que eran interpelados los seres humanos, dejó de tener un poder formativo. Eso quiere decir que se percibe que la escuela ha perdido credibilidad en su posibilidad de fundar subjetividad. Podríamos decir que ha perdido su eficacia simbólica de discurso para la producción de subjetividad.
Todo cambia menos la escuela. En medio de reformas, marchas, discusiones, renuncias, interpelaciones, reportajes y debates, se siente un halo de volver a la escuela de antes, “en la que se aprendía y se enseñaba con rigor, con esfuerzo, con placer”. Volver a la escuela de antes es desconocer las actuales condiciones históricas, desconocer que todo cambia, que nada se mantiene inalterable.
¿Tendríamos que inventar otra vez la escuela? Pienso que por lo menos, deberíamos acercarnos a la utopía de que aquello es posible. La ilusión de un cambio nos permitiría como pedagogos ubicarnos como sujetos históricos, y transitar entre saberes pedagógicos que nos permitirían un futuro posible, y rescatar de este modo la utopía de que es posible. Podríamos hacer frente a la inmediatez de los sucesos, a los cambios vertiginosos, a todo el devenir presente, y desde la utopía hacernos cargo de la pérdida de sentido y, por tanto, de la búsqueda de nuevos sentidos.
Nuestras escuelas deben saber habitar en este nuevo mundo. Es más, debemos ser capaces de inventar nuevas teorías, y nuevas prácticas pedagógicas. Debemos ser capaces de poner nuevas palabras. Porque habitar en el mundo de hoy, es habitar en el lenguaje y si no lo hacemos corremos el riesgo de quedar fuera del “mundo”: mudos y desconcertados.
Lo importante es reconocer que en otros tiempos y latitudes, hubo quienes dieron cuenta del mundo que estaban viviendo, y consideraron su trabajo diario como una fuente de experiencia y reflexión para generar un cambio en la educación. Es un deber como pedagogos pensar en nuestros alumnos y alumnas, prepararnos, estudiar para ellos y adoptar estrategias en función de la realidad de los distintos espacios y seres humanos con los que nos toca trabajar. Pestalozzi, Herbart, Froebel, Ferrer, Tolstoi, Makarenko, entre muchos más, escribieron sobre sus ideas y experiencias y fueron capaces de cruzar el umbral del desencanto y entrar en la dinámica entre la reflexión y la acción concreta mirando críticamente su realidad educativa.
En ellos está buena parte de la inspiración que necesitamos como pedagogos para el cambio de las singularidades homogéneas de nuestros establecimientos educacionales. Requerimos que en nuestros establecimientos sistematicemos las prácticas diarias; se necesita la reflexión constante para proponer nuevas formas, abrir espacios y configurar las nuevas formas que debe tener el sujeto humano que llamamos estudiante. Se debe ser crítico de lo que existe, promoviendo nuevos ideales que se transformen en lo esencial de la labor docente.
La escuela reproduce una educación que no ha sido siempre como la vivimos. Estamos en presencia de una naturalización de ella, una determinada manera de ella, estandarizada y dejando de lado el sentido de formación integral de nuestros alumnos y alumnas. Nuestras escuelas (y la educación en general) requiere de pedagogos con motivaciones profundas en torno al desarrollo del ser humano y su multipledimensionalidad, para que no desaparezca del aula la pedagogía y se recupere el sentido profundo de lo que significa educar. Nuestro país, ha dejado de lado, en las aulas, elementos fundamentales y pilares de la pedagogía en pos de la lógica de la inmediatez y de la eficiencia. Quizás es por eso que todo cambia, menos la escuela.
Comentarios