En estos días se rinde la PSU. Muchos intentan determinar su futuro en unas pocas horas repartidas en dos días, e intentan distraerse con bromas respecto a la pruebas y descansar. Sin embargo, de manera simultánea, un suceso terrible se avecina en la vida de varios: el fracaso.
Sin duda, muchos de ellos se han esforzado, y probablemente sean un ejemplo de meritocracia, pero también están los “otros”. Los otros son aquellos de los cuales todos hemos escuchado: personas que se auto sabotean. Son quienes no van a los preuniversitarios, cuando están pagando; personas que no se presentan a un examen en la Universidad, cuando están pagando. Puedo imaginar muchas razones por las cuales evitar –por miedo– estas evaluaciones, pero esto no es lo que llama mi atención. Es el hecho particular de que múltiples personas teman descubrir la verdad, de que “no son capaces” de superar esta prueba. Pero, ¿es esta incapacidad una cuestión inherente a su constitución individual y, por tanto, insuperable?
Jefferson, en la ya famosa declaración de independencia norteamericana de 1776, habla de: “(…) la búsqueda de la felicidad”. ¿Qué es exactamente esta felicidad que tanto nos quita el sueño?
En nuestra sociedad, sin duda, la felicidad mucho tiene que ver con el éxito económico. La fantasía idílica de alcanzar el éxito económico, reconocimientos y galardones. Éxito económico que en la lucha por los recursos se pueden distinguir en: (i) la superación de una situación de clases desfavorable representado por un constante arribismo resultado del proceso de buscar escalar de lo popular a lo hegemónico; o (ii) la preservación de dicha posición privilegiada.…“mejor será fallar sin intentar, pues peor será fallar intentando sin tener los medios”. Eso, señores, no es más que una forma especial de lucidez. Lucidez que le hará perder a esta sociedad diferentes talentos.
Sin duda un modelo que fuerza estas ideas en el juego de la autodeterminación, y localiza las falencias en el individuo, cuando sus impedimentos no son más que de las circunstancias materiales que lo rodean. Circunstancias que sin escrutinio las hace responsabilidad del mismo individuo.
De acuerdo a estos dos criterios mencionados es posible notar cómo nuestro sistema localiza a la PSU como una forma de discriminación, que los toma, y mientras reconoce uno perfectamente, el segundo destruye al otro. Cuestión evidente que diez años de ejercicio demostraron que es innegable que la “meritocracia” no se halla en ninguna parte, pues favorece solamente la segregación económica. El instrumento en sí mismo carece de sentido.
Cuestión que se agrava aún más cuando se reconoce como pieza central de un sistema de libre mercado educacional, que utiliza este instrumento como medio comparativo de resultados. Mientras no carece de lógica que el sistema educacional busque mejorar sus resultados por medio de estándares de comparación, sí carece de ella cuando la experiencia educativa de los estudiantes de dichas comunidades son coartados a no encontrar otros sentidos diferentes a la competencia y automatización del saber, para alcanzar un éxito cuyo contenido se ve determinado por la minoría hegemónica que sin escrúpulos los discrimina. Y es este momento en que el estudiante deja de ser humano y se transforma en objeto. ¡Son números en una hoja de respuestas!
Atrás queda la formación de individuos íntegros, conocedores de diversas formas de interactuar y hallarse con el mundo. Atrás queda la educación que arma al individuo con las herramientas para su propia realización. Sólo quedan autómatas, factores de producción; cerdos embutidos cual línea de producción. Y cuando la excusa de las “otras vías” surge, no es más que un velo para no abandonar el fetichismo del “exitismo” de nuestra sociedad.
El problema no está en que la educación superior sea una de varias rutas que tomar en la vida, sino que cualquier otra se transforma en una soga al cuello que también impide la realización personal: Horas de trabajo que no recompensan, endeudamiento forzado, enfermedades endógenas, un país que vive (o vivió como dicen otros) un éxito económico fantasma. Un éxito que, proporcionalmente, no va a la par de las condiciones materiales de una amplia parte de su población. Al final, parece inevitable creer que todo esto del éxito, y lo que conlleva, no es más que una ilusión.
Es por esto que no es de extrañar que ante tan terrible proceso, nuestros jóvenes tengan miedo o terror ante una prueba que no sólo se rehusara a reconocerlos, sino que los ha dejado sin espíritu y sin humanidad. Por lo tanto, tampoco nos extrañemos cuando los invada un pensamiento extraviado: “mejor será fallar sin intentar, pues peor será fallar intentando sin tener los medios”. Eso, señores, no es más que una forma especial de lucidez. Lucidez que le hará perder a esta sociedad diferentes talentos.
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