Este es un testimonio. No sé cuántos como yo hay allá afuera, pero creo que es necesario que nuestras historias se sepan para que podamos encontrarnos en un proyecto colectivo nuevo, en que la política no tenga sólo como finalidad el crecimiento económico, sino la felicidad de las personas.
Soy un profesional, hijo de la educación pública y sus becas y créditos. Me considero de izquierda, aunque me costó un rato. Mi historia familiar no tiene nada que ver con esa izquierda cultural representada por los partidos de izquierda tradicionales. Mi convicción de izquierda está más bien relacionada con la comprensión de las formas en que las personas en la sociedad se organizan políticamente de acuerdo a lo que le tocó vivir. Conocí que existía Silvio Rodríguez cuando entré a ese mundo elitista llamado Universidad de Chile, donde también por primera vez hablé con un comunista. Crecí en el ghetto de Chile, en ese Chile desconfiado en que las calles se enrejan, y en que la seguridad depende de cuánta plata le puedan pagar a una empresa de guardias, o en dónde se pueda pagar para vivir. Crecí observando a la gente rica no como amigos, sino como personas que pagaban por los servicios que uno precariamente ofrecía. Los vi crecer hablando de sus carretes, de los autos lujosos de sus padres, y de sus vacaciones en tal o cual balneario. Fui obediente y disciplinado en mis trabajos adolescentes precarios y en la escuela, lo que me llevó a tener buenas notas y acceder a oportunidades de estudio. Pero hay algo que cambió de pronto, y me di cuenta del país que heredamos: desigual, excluyente, segregado, clasista, arribista, consumista, endeudado, infeliz.
Y protesté. Protesté en una época en que se vivía la borrachera de la transición, con varios presidentes y políticos que, vestidos de izquierda y socialismo anti-pinochetista, les besaban las botas a los mismos ricos que me pagaban por servirles años antes. Nos hablaban de crecimiento, mientras las calles sudaban endeudamiento, individualismo, miedo y delincuencia. Esos ricos hoy están en directorios de bancos y AFPs, son dueños de canales de televisión y universidades, son “defensores” de la familia, y algunos han estado involucrados en bullados casos de corrupción. Y de seguro muchos de ellos o sus familiares están en el gobierno de hoy. Protesté en la calle en una época en que nuestro reclamo era incomprendido o débilmente entregado, en donde nuestra creatividad social estaba limitada y vivíamos la lucha y las derrotas constantemente, en contra del matrimonio entre la política y las grandes empresas, sus medios de comunicación y sus discursos criminalizantes de boca de periodistas, ministros y parlamentarios. Y a pesar de ello, crecimos, construimos ideas y proyectos, imaginamos el día en que nuestra protesta sería parte de algo más grande. Y llegó de sopetón el 2006 y la revolución pingüina, sorprendiéndonos a todos con sus formas creativas y sus reclamos radicales. Y, tan disciplinado como mostraba la historia, decidí aprender más, beca pública mediante. Y acá estoy, buscando el conocimiento temporalmente en un país extranjero, desde el cuál pueda entregar mi granito de arena para mejorar la educación pública.
Y si estuviese en Chile hoy en día, en la revolución de los post-pingüinos, protestaría. Estaría en marchas y asambleas, en salas de clases, en la calle. Y si hubiese estado el 4 de agosto, quizá hubiese sacado una olla para gritar detrás de una barricada. Hace dos semanas me convertí en padre de una hermosa niña. Y esa felicidad se mezcla con miedo y esperanza. Y protestaría por las dos razones. Miedo a que el futuro sea el mismo: una sociedad segregada, individualista y desigual. Esperanza de que la historia sea más grande que nosotros, los individuos. Y en esa historia podamos escribir que derrotamos de forma colectiva a los defensores de un sistema perverso, que nos hace ser personas que no queremos ser. Me da miedo contar en el futuro que fui hijo de las oportunidades del sistema público, pero probablemente seré padre del sistema privado.
Y por eso probablemente protestaré. Es que aún cuando nuestro futuro no esté escrito, está más que claro, tal como el pasado, que el presente de hoy, siendo lucha, no nos depara más que desafíos. Y además de protestar, habrá que unirse, como toda esa fuerza social detrás de nuestros jóvenes, a un nuevo proyecto de país, que lo transforme enfrentando sus contradicciones radicalmente. Creo que en eso están los jóvenes de hoy. Y en eso estarán (y estaremos) los profesionales de mañana. Fuerza estudiantes, ustedes y su protesta son la reserva moral de esta sociedad.
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Foto: Marcha nacional por la Educación – Matías Asún / Licencia CC
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