“Donde hay educación, no hay distinción de clases”. La frase atribuida al filósofo chino Confucio nos recuerda que al compartir las personas un mismo universo intelectual pueden dejar atrás o, al menos, reducir las barreras de origen social. Ese aserto, desafortunadamente, no es aplicable a la realidad chilena, donde el sistema educativo en sus diferentes niveles es una de las principales fuentes de disparidad social entre los habitantes. Una causa determinante de lo anterior es el lucro, explícito o encubierto, que mueve a muchas de las instituciones educacionales del país.
El fin de ese lucro es una de las demandas claves del movimiento por un cambio en nuestra educación. Al respecto desde distintos sectores del oficialismo se ha planteado la defensa del lucro, argumentando que este sería una consecuencia natural del emprendimiento o la libre iniciativa de los individuos. Así como respiramos, caminamos y nos alimentamos, los hombres también lucramos, afirman.
Lucro viene del latín lucrum y significa “sacar ganancia o provecho de algo” y, si bien puede ser legítimo en determinadas circunstancias, no debiera ser el estímulo que nos movilice en todos los planos de la vida social y menos en la educación.
Terminar con un régimen iniciado en plena dictadura militar, que despojó al Estado de su función preferente en el sistema educativo y reivindicar una educación pública, laica y gratuita, son causas que están en el espíritu de este gran movimiento ciudadano, que se opone a la mercantilización de algo tan relevante como es la formación de los chilenos y chilenas. En la mera maximización de utilidades pasan a segundo plano valores como la solidaridad y la integración, inherentes a un modelo educativo no discriminador que pretenda equilibrar las desigualdades sociales. Estudios comparados nos indican que el lucro va en desmedro de la calidad educativa y opera mayoritariamente en los sectores vulnerables de nuestra sociedad, donde de manera más urgente se requiere un sistema integrador.
Para tener una educación que nos permita dar ese salto al desarrollo al que todos aspiramos, se precisa una voluntad real del país de invertir en el sistema educacional público un porcentaje importante del PIB, como sucede en Brasil o Argentina, por ejemplo, naciones que gastan en esta área cerca de un 6% del Producto Interno Bruto. Chile está entre los países con menos gasto público en educación del mundo –poco más de un 3 % del PIB- como porcentaje de la riqueza que produce al año. Con el agravante de que sólo la mitad de ese exiguo porcentaje se destina a instituciones públicas y el resto está dirigido a la educación subvencionada.
Somos, según una investigación realizada en la Universidad Diego Portales, la única nación en el mundo que subsidia instituciones escolares que persiguen fines de lucro, a pesar de que diversos expertos han reiterado que no existen países exitosos en el plano educacional donde el sistema se sostenga esencialmente en la obtención de beneficios económicos.
¿Cuál sería la razón, entonces, para financiar establecimientos escolares que hacen de la educación un bien de consumo y no un derecho esencial de los habitantes?
¿Por qué el Estado debería asegurarle el negocio a empresarios que sólo ven en el sector educacional un espacio para lucrar?
En la educación superior el panorama tampoco es muy auspicioso. Son cada vez más frecuentes las instituciones privadas sin acreditación ni calidad probada, que lucran violando la ley de 1981, al amparo de sociedades espejo y otras triquiñuelas. Desde ellas egresan, cada año, cientos de jóvenes con remotas opciones de encontrar un trabajo que les permita pagar las cuantiosas deudas acumuladas por ellos y sus padres. Y ni hablar de la gente que sale de la enseñanza técnica profesional, sector tomado por organizaciones con fines de lucro absolutamente desreguladas y donde las instituciones estatales no pueden participar al tener limitado por ley su crecimiento.
Hay que recordar que, según señala un estudio de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico, OCDE, el esfuerzo de las familias en Chile para pagar los aranceles, considerando los ingresos, “es el más alto de los países del mundo después de Estados Unidos”. En términos generales, 84 de cada cien pesos que se gastan en la Educación Superior son financiados por las familias chilenas, lo cual equivale a 25 veces más de lo que gastan, por ejemplo, en Dinamarca en proporción al gasto total.
Los estudiantes chilenos, nuestros hijos, han sido claros: quieren educación de calidad, pública y gratuita, que no sea un negocio más dentro del modelo de libre mercado. Y en eso está de acuerdo el 80 % de los chilenos, que en la última encuesta CEP, se mostraron partidarios de que no exista lucro en la educación.
Por todo lo anterior, desde el Parlamento hemos conseguido un acuerdo transversal para tramitar un proyecto de ley que impida recibir aportes estatales a instituciones educacionales que de cualquier manera busquen lucrar con su gestión.
De la convicción y el coraje con que enfrentemos todos los actores sociales y políticos el desafío de restituirle a nuestro sistema educacional la dignidad que se merece, dependerá que las generaciones venideras puedan sentir que la educación los hizo más iguales y contribuyó a reducir las brechas sociales que nos separan desde la cuna.
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