Corría convulsionado el año 1980, cuando el régimen de Pinochet se esforzaba por aplicar las políticas monetaristas en la economía y la institucionalidad. En esa tarea, las autoridades de la época no dudaron en atacar ferozmente a la educación pública y a las universidades del Estado, debilitándolas y mutilándolas, y abriendo paso a un mercado desregulado en educación superior, a través de la nueva “Ley General de Universidades”.
Por medio de una serie de decretos, se terminaron los aranceles costo cero y el aporte basal del Estado, y fueron sustituidos por financiamientos fiscales indirectos, por lo que los estudiantes se vieron obligados a tomar créditos bancarios para pagarse los estudios. Se dispuso la apertura de numerosas universidades privadas, y se cortó el aporte para investigación a las universidades públicas, por lo que cada científico debería postular a fondos concursables que no darían abasto. Para colmo, se permitió la fundación deInstitutos Profesionales y Centros de Formación Técina, que tendrían permiso para lucrar como se les diera la gana. Por supuesto que el movimiento social de ese entonces no se quedó callado, y con la gallardía valiente que siempre los ha caracterizado, estudiantes y trabajadores salieron a la calle para combatir la terapia de shock de los Chicago Boys, siendo torturados y muriendo muchos de ellos en manos de las fuerzas de orden de la Dictadura.No estaremos conformes hasta que se cierren todos los planteles de mala calidad y las carreras sin eco en el mercado laboral, que sólo engañan a jóvenes vulnerables y desesperados con títulos “de baquelita”, como dijo un ministro.
Al iniciar los gobiernos concertacionistas se siguieron aplicando ajustes de corte neoliberal, como el acuerdo con la derecha para mantener y proteger la LOCE, o la invención monstruosa del CAE en el gobierno de Lagos, por nombrar algunos. Para el año 2011 el panorama era desolador: más de un millón de universitarios, más de la mitad endeudados millonariamente por culpa del CAE y otros créditos bancarios; apenas el 15% de la matrícula en universidades públicas, y millares estudiando en instituciones de mala calidad que imparten incluso carreras ficticias, con lo que quedaban incapacitados para desempeñarse buenamente en el mercado laboral; se destapaban uno tras otro casos degenerados de lucro y corrupción en el negociado educacional, como el bullado cierre de la Universidad del Mar o las investigaciones abiertas contra el grupo Laureate. Con el sueño de los Chicago Boys cumplido, no sólo los alumnos y sus familias quedaban en total desamparo, sino que se alejaba cualquier esperanza de un Chile moderno, digno y desarrollado.
Este diagnóstico fue el que reactivó al movimiento social, que hizo salir millares de manos a las calles de Chile exigiendo una profunda reforma a la educación, que la restituyera como un derecho social para todos sin distinción, gratuita y de gran calidad. Nos desgastamos las suelas en la Alameda para que la élite gobernante entendiera que no era posible hablar de “progreso” mientras se impartiera en Chile “ingeniería en confección de bonsáis” y el CFT La Araucana funcionara en un departamento en el centro. No íbamos a permitir la degeneración esquizoide del mercado desregulado en educación, no.
La coalición creada al alero de la candidatura de Bachelet recogió el guante de la ofensiva popular y decidió prometer una “reforma educacional” que vendría a saciar los anhelos del movimiento social. Esta palabra empeñada empezó a hacerse realidad fundamentalmente en el año 2015, con la aprobación de ciertas regulaciones a la educación particular-subvencionada, el anuncio de la desmunicipalización y la promulgación de una glosa presupuestaria que estableció el no pago de matrícula ni arancel para el 50% de estudiantes más vulnerables que postularan a ciertas universidades convenidas. Y aquí me quiero detener, para hacer un pequeño balance de las políticas llevadas adelante por la Nueva Mayoría en el ámbito educacional, especialmente en lo tocante a la educación superior.
Para ser sincero, debido a mi situación económica fui uno de los beneficiarios de la gratuidad, y gracias a ello podré ser el primer miembro de mi familia en estudiar en la Universidad de Chile. La noticia no tuvo dos lecturas: fue un gran alivio, y estoy seguro que así fue también para muchas familias de clase baja en este país. Pero esta situación personal y puntual debe ser puesta en contexto y apartada hacia un horizonte más objetivo: una “ley corta” para darle gratuidad al 50% más vulnerable no es suficiente. Hay que reconocer el esfuerzo del Gobierno por hacer avanzar las leyes en materia educacional en el Congreso, en donde muchos han querido dilatarlas mucho más de lo que la dignidad de Chile puede soportar. Pero a pesar de la gratuidad parcial, de la desmunicipalización y del fin al lucro en la educación general, aún falta mucho trecho por avanzar. Lo que los estudiantes peleamos por años en las calles es un cambio total y estructural a la educación chilena y a los paradigmas que la sustentan.
No estaremos conformes hasta que se cierren todos los planteles de mala calidad y las carreras sin eco en el mercado laboral, que sólo engañan a jóvenes vulnerables y desesperados con títulos “de baquelita”, como dijo un ministro. No estaremos conformes hasta el 100% de los jóvenes puedan estudiar gratis, y que sea sólo su talento y no su bolsillo lo que los mueva a tomar la decisión de lo que quieran hacer con su futuro. No estaremos satisfechos, no, hasta que la educación sea entendida en todo rincón del país como un derecho social universal, para que estudiantes, profesores, trabajadores y familias vean reconocida su dignidad en el marco de un sistema centrado en las personas, y no en las ganancias empresariales. Sabemos que el esfuerzo será duro, pero ninguna victoria del movimiento social por la educación ha sido gratuita, ninguna ha sido obtenida con facilidad. Por la memoria de nuestros compañeros caídos heroicamente, y por el futuro de nuestros hijos, continuaremos luchando por una mejor educación para Chile, hasta que la dignidad se vuelva costumbre.
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