El anuncio de instaurar 50 liceos públicos de excelencia para acoger a los mejores estudiantes, ha generado un amplio debate. El complemento de este anuncio presidencial es que, adicionalmente, se establecerán colores para señalar si cada colegio es bueno, malo o regular, académicamente hablando. Ambas ideas han detonado malestares y críticas frente a una medida que se estima como altamente discriminadora.
Sobre este tema, Jorge Inzunza ha escrito que, en apariencia, la idea suena bien: se muestra como una oportunidad para que los niños capaces y aplicados tengan mejores y mayores posibilidades. Y aunque no es nada nuevo, puesto que liceos de excelencia –llamados “tradicionales” hasta ahora – han existido siempre, la idea es seductora.
Es normal, plantea, que una familia desee lo mejor para su hijo o hija y que se aferre a la esperanza de que estará considerado dentro de esos 50 liceos de excelencia. Lo que no se dice es que, aun suponiendo que cada uno de estos establecimientos tuviera 1000 alumnos, las oportunidades serían muy escasas, puesto que sólo alcanzarían a albergar el 4,8% de la población.
Si sumamos este anuncio a otras propuestas de Piñera en educación -más mediciones estandarizadas, más inversión (Chile destina únicamente un 3,5% de su PIB a educación), más “incentivos” a profesores (sin considerar condiciones dignas de trabajo, cuerpo directivo o si el establecimiento selecciona o no a sus estudiantes), más participación de privados – tenemos un panorama que no apunta al centro del problema. Ninguna de estas medidas permite creer en un proyecto colectivo de educación pública de calidad para todos y todas.
“No se recupera el deber del Estado de educar a todos/as (y no sólo a una parte). (…) Sostiene arcaicas visiones de la excelencia (la individualiza en aquellos que obtienen buenas notas); sigue privilegiando la enseñanza científico-humanista (en detrimento de las opciones técnico-profesionales); segmenta (y no une o integra a nuestros hijos e hijas); porque mide y estandariza (sin considerar las diferencias); estresa (al creer que sólo la competencia individual entre alumnos/as, profesores/as, directores/as puede transformar la educación), plantea. En síntesis, porque no asume que la educación no es un privilegio, sino un derecho.
Javier Núñez es de una opinión similar. Asegura que el bombardeo de datos (resultados de Prueba Inicia, resultados de Simce) insiste en un diagnóstico penoso para la educación que, sin embargo, no sorprende. Porque en lugar de educación, lo que tenemos es ingeniería educativa.
Las mediciones no muestran datos de mayor complejidad, que permitan sacar conclusiones realmente valiosas, dice el autor. “Si los individuos del grupo se diluyen en la media, no podemos saber si gracias a 10 de los 100 que obtuvieron todas las respuestas correctas la media fue mejor o si debido a 10 que no respondieron nada la media se desplomó.” Este tipo de medición da pie a políticas de maquillaje, como los 50 liceos de excelencia o premiar los colegios con mejores puntajes Simce.
“Lo que se requiere verdaderamente es localizar los focos problemáticos, auxiliar a los más desvalidos, recontextualizar y replicar los modelos exitosos, perfeccionar a los docentes directivos y a los profesores de acuerdo a las dificultades concretas de su práctica pedagógica, implicar a los apoderados. En síntesis, movilizar a todo el país para (re)fundar nuestra educación”, propone.
En este sentido, el trabajo que ha hecho Educación 2020 es tremendamente relevante.
Tito Flores enfatiza en lo segregadora que es la medida de construir un plano de colores para diferenciar a los colegios según calidad. Esta medida no considera, dice, que los puntos de partida de los establecimientos no son los mismos, por lo que las mejorías sólo pueden medirse respecto de ese establecimiento en particular.
Tampoco considera la existencia (o no) de barreras de entrada de los estudiantes a un establecimiento. Los que seleccionan tienen mayores oportunidades, lo cual resulta obvio. No considera, asimismo, las diferencias entre establecimientos en función del entorno de proveniencia de sus estudiantes, brecha que resulta determinante.
Por otro lado, atribuye buenos o malos resultados educativos exclusivamente a un asunto de buena o mala gestión, ignorando los problemas que hay en la base del sistema educacional público en Chile.
En su opinión, de lo que se trata es de emparejar la cancha como una condición sine qua non para que la competencia tenga validez. “De lo contrario –estima – esta medida no será más que un argumento falaz que terminará profundizando estigmas y desigualdades en la sociedad chilena.”
Sebastián Bowen se pregunta qué pasara con la gente que no puede acceder a los establecimientos de excelencia, y qué pasará con los establecimientos que no podrán seleccionar y que, adicionalmente, serán estigmatizados con un color.
Ello, asegura, sólo creará bolsones de pobreza, vulnerabilidad, riesgo social y mala calidad educativa.
Todos los autores, confluyen en la necesidad de enfocar los desafíos de la educación desde la perspectiva de la igualdad y el derecho universal a una formación de calidad. La lógica de la competencia y de la marginación, en ese sentido, sólo contribuyen a generar un panorama menos esperanzador y más desigual para Chile.
———————————————————————
Comentarios