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La deriva oceánica de las universidades

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Estáticas han construido su artificio. En la orilla llamaron a embarcar al que quisiese navegar y enfrentarse a insospechadas criaturas, vendiendo pasajes hacia tierras con desconocidos nombres. Voceaban maravillas, continentes sorprendentes, una colonización que sólo podía tener como límite la creatividad de los jóvenes pasajeros. Éstos últimos se comprometían a pagar sagradamente las cuotas del viaje. Un par de marineros les entregaba los materiales, un salvavidas escuálido, y una copia de “Ítaca”, aquel hermoso poema de Kavafis acerca de la importancia del trayecto donde el destino es más bien una circunstancia o excusa. Luego, la escena transcurre en una confusa agitación. La niebla se apodera del escenario, y se despliega el tupido velo. Ni aplausos ni gritos… sólo un silencio, siluetas y espejismos.

El sistema de educación superior chileno ha sido bastante referenciado internacionalmente, ya que tempranamente en el desarrollo de las políticas mundiales, se impuso una liberalización salvaje que implicó entre otros asuntos: el incentivo a la emergencia de nuevas instituciones de educación superior, el desmembramiento de la Universidad de Chile y Universidad Técnica del Estado, además del desfinanciamiento de las universidades públicas. La universidad dejaba de ser un asunto público para la dictadura. Esta liberalización significó para los defensores del sistema un aumento considerable de la matrícula, se pasó de 175.250 alumnos/as en 1983 a 989.034 en 2011, cifra que además está acompañada por un ingreso a las instituciones de educación superior por parte de estudiantes de los estratos socioeconómicos más bajos, lo cual contrasta con otros países de la región donde la proporción es significativamente menor. Pero, ¿cuál es el dato cualitativo tras esta luminosa realidad?

El estallido de la crisis en la Universidad del Mar es sólo una de esas siluetas en la niebla. Esta universidad es parte de un grupo de instituciones privadas que abrieron sus puertas –o más bien aquellas de las sospechosas inmobiliarias asociadas- durante los meses anteriores al final de la dictadura (1989-1990), instalándose con varias sedes a lo largo del país. Así, junto a la LOCE de 1990, el negocio de la educación superior en Chile se estructuró con protecciones constitucionales para las siguientes décadas. Estas instituciones debían seguir en las sombras de la niebla, protegidas bajo el manto de la libertad de enseñanza y libertad de empresa. ¿Qué hizo la Concertación? Reconoció las virtudes del sistema en cuanto al nuevo público atendido, e intentó regular a través de una nueva institucionalidad que ha logrado cerrar algunos centros de (pseudo) formación. No obstante, las muecas burlescas del espíritu escondido en la niebla dan cuenta de su vida perenne. La regulación es más bien una quimera cuando pretende ser ejercida sobre un sistema que hace todo para ocultarse, porque su definición esencial es su carácter privado y por lo tanto sujeto a las tratativas entre un individuo y una institución. En el subtexto se escucha esta lógica de contrato privado cuando el ministro de educación Harald Beyer señala que el sistema universitario ha estado del lado de las instituciones y no de los estudiantes (La Tercera, 28 de noviembre de 2012), es decir, desde la lógica de lo instituido podemos reconocer que los centros de formación establecen contratos comerciales con los estudiantes y el Estado es un tercer actor que poco tiene que hacer en el asunto. La promesa de mayores controles –agencias-para regular ex post facto sigue pareciendo una opción débil y poco iluminada para ver a través de la niebla.

Los defensores político-ideológicos del actual sistema de educación superior –Harald Beyer desde su zigzagueante apoyo a las instituciones que lucran y José Joaquín Brunner que desde la oposición suscribe la idea de no establecer diferencias entre universidades públicas y privadas- consolidan un bloque de experticia que dificulta pensar un rol de Estado protagónico.

La idea de un “sistema universitario”, sin embargo, nos puede abrir una posibilidad, y es la de generar interdependencias, caminos, una pluralidad integrada por los distintos tipos de instituciones, que vaya más allá de una estatización de los fracasos privados, o la mera vigilancia económica de los cierres y ventas de instituciones para defender los derechos del “consumidor-estudiante”.

La educación superior chilena puede ser concebida como una inversión social, y que puede beneficiar a las clases populares en base a un retorno al sentido gratuito, de alta calidad y con misión pública. El Estado debe y puede estar involucrado en un proyecto de este tipo. Con ello debemos pensar en alternativas que reintegren las instituciones de educación superior con el sistema escolar de las mayorías, bajo esquemas de selección justos que no discriminen socioeconómica ni culturalmente como ocurre en la actualidad. Localizar el proyecto de educación superior implica abordar uno de los principales temas ausentes en el debate político: el sentido de la educación y el proyecto de país. Es aquí donde hay que filosofar, investigar y crear. La ruptura es epistemológica y política.

Los defensores político-ideológicos del actual sistema de educación superior –Harald Beyer desde su zigzagueante apoyo a las instituciones que lucran y José Joaquín Brunner que desde la oposición suscribe la idea de no establecer diferencias entre universidades públicas y privadas- consolidan un bloque de experticia que dificulta pensar un rol de Estado protagónico.

Mientras tanto, ministros y autoridades juegan a las sombras chinas en la niebla.

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