Sólo después de dejar pasar un poco el tiempo y de esperar encontrar algún cambio, puedo tomar con más calma lo que una ex alumna me dijo un día. Era época del típico desfile. Y ante la aterrizada forma de la gestión de ese establecimiento de alta vulnerabilidad pero con excelencia académica en el cual trabajaba, la niña no tenía otro jumper, ni otra blusa en mejores condiciones. Ella quería ir, contaba con la autorización de su apoderado, pero como no tenía “buena presentación personal”, se le dio la opción de conseguir otro uniforme por otros medios, a lo cual su mamá, la apoderada, se negó no sólo rotundamente, sino con indignación. “Tía, si usted habla con mi mami, le va a pegar”. Y fue ahí que preferí no intervenir de modo tan directo. Finalmente, convinimos en que llegara al día siguiente con el uniforme que tenía, que le dijera a su mamá que el otro “acuerdo” no iba. Ya en la escuela, se lo cambiamos por otro en mejor estado.
No es extraño que me haya encontrado con esta posibilidad que podía afectarme de distintas formas. Si hubiese optado por enfrentarme a esta apoderada podría haber tenido problemas futuros para ejercer, quizás, o complicaciones de otro tipo. Durante ese periodo también tuve otras situaciones sorpresivas. Uno se dispone a hablar de manera muy típica con el padre o la madre –o el hermano- de un estudiante cuando se le cita el apoderado. Ahora, es típico tener una conversación, de la que no se sabe si habrá frutos, o si habrá tenido mayor sentido, con el pololo de la tía que vive con la mamá o con el papá. O con la vecina, o el pololo de la hermana mayor que ya no vive en la casa. Uno podría llegar a ser un monstruo si llegase a condenar de buenas a primeras esta asistencia, pero al menos hay que reconocer que se acercaron al establecimiento. No obstante, ese sólo instante, esos diez minutos que dedicas a entrevistar al “apoderado” sirven para dejar más a la imaginación o más tristeza de por medio. Y te dejan en medio de una gran contradicción. En Chile actualmente el concepto de familia, como tal, sigue manteniéndose en un algo impreciso o más bien disfrazado.
Según la Biblioteca del Congreso Nacional, en Chile la base de la familia es el matrimonio –regulado por el código civil- y en la cual, “se satisfacen las necesidades más elementales de las personas, como comer, dormir, alimentarse, etcétera. Además se prodiga amor, cariño, protección y se prepara a los hijos para la vida adulta, colaborando con su integración en la sociedad.” Se supone que esta unión familiar “asegura” a sus integrantes estabilidad emocional, social y económica, y es donde “se aprende” tempranamente a dialogar, a escuchar, a conocer y a desarrollar sus derechos y deberes como persona. Me atrevo a afirmar que este concepto no es más que un mero disfraz. Con el tiempo –y con mucha paciencia- muchos docentes han perdido la capacidad de asombro o de sorpresa cuando se debe llenar un informe o cuando debe presentarse ante un tribunal por alguna causa en la que algún estudiante está directamente involucrado. Y a pesar de que todas las variaciones y adaptaciones o cambios que tiene la familia chilena traspasan condiciones sociales, económicas, culturales y, por lo tanto, “tipos de establecimientos educacionales”, posiblemente no haya habido hasta ahora una actualización de lo que en educación se conoce como curriculum oculto. De modo muy simplificado, el curriculum oculto es aquel en cual están consideradas todas las actividades y acciones no académicas o que no corresponden al curriculum oficial, de parte de los docentes o del establecimiento. En general, las acciones propias de este curriculum tienen relación con distintos problemas o situaciones de vida de los estudiantes y sus familias, que "deben" atenderse, porque, al fin y al cabo, forman parte de la configuración de la persona con la que tratamos como mínimo unas 8 horas diarias.
Lo más frecuente – al menos en mi experiencia- es atender situaciones que tienen relación con la “familia” del estudiante. En establecimientos municipalizados, sinónimos de vulnerables actualmente, y en colegios particulares, el profesor es visto como un fantoche, un individuo que carece de autoridad moral o que, para creársela, debe generar un “carácter” o personalidad “de temer” y no necesariamente digna de respetar. Así, el docente adquiere la forma de alguien que “entorpece el futuro de los niños” (en estratos sociales extremos), sobre todo cuando “lo castiga” con una calificación baja sin haber mayores motivos más que “tenerle rencor injustificado” al estudiante y no por no haber logrado los aprendizajes. Cruelmente, uno puede notar la diferencia entre aquel encapuchado que siente la necesidad social –pensada, tal vez- de cambiar el sistema castigando a quien representa a sus ojos el obstáculo de manifestarse, y el encapuchado que dejó el sistema escolar de forma temprana y que siente el impulso no de castigar, sino de “hacer pagar” por lo que les ha tocado vivir (y por qué no) a quienes se los han llevado detenidos a ellos, o a sus amigos, o a algún pariente cercano. Es cierto que existen países cuyos logros y éxito en educación lo obtienen gracias a la relación que mantiene la familia con el establecimiento, pero siempre sabemos que hay una base para todo. Basta con decir que si la familia no puede, la escuela tendrá que poder llenar los vacíos.
Si atendemos esos vacíos valóricos, culturales y sociales, habremos logrado algo realmente definitivo en materia de educación en nuestro país. No podemos dejar que la cultura SIMCE, por trascendente que este sea, controle nuestra profesión, ni nuestras relaciones laborales, incluso. Hay que generar la posibilidad de incluir más a la familia en los postulados, en las peticiones. Más inclusión, más ocupación que preocupación.
Honestamente desconozco si “los cambios” que vayan a implementarse en educación vayan más allá de la gratuidad, y la calidad al menos en mejores docentes, mobiliarios, y recursos varios. Los bienes materiales sí, son necesarios, pero no debemos conformarnos sólo con aquello que es perecedero; debemos ir a la raíz, a la vocación, a la persona.
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Foto: P_R_ / Licencia CC
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