¿Qué sucede con las niñas y los niños que reciben educación básica y preescolar de deficiente calidad por haber tenido la “mala suerte” de nacer en familias pobres? ¿De qué formas están participando estas niñas y niños en el movimiento social por la educación como actores sociales y sujetos de derechos?
Uno de los grandes aciertos del movimiento social por la educación en Chile ha sido instalar el debate en torno a la educación como un bien público y un derecho social que debiera ser garantizado por el Estado. Esto es relevante para nuestro contexto, ya que desde la implementación de medidas de ajuste estructural impulsadas durante la Dictadura de Pinochet, se comenzó a privilegiar un modelo de educación privatizada que tuviera altos estándares de calidad, en desmedro de la pública, que cada día fue haciéndose más paupérrima. Como una solución intermedia entre estos dos extremos, se fortaleció la educación administrada por organismos privados, pero subvencionada con fondos públicos, que en algunos casos permitió -¿sin proponérselo?- un perverso sistema de lucro, que hoy está siendo fuertemente cuestionado.
En la práctica, lo anterior significó que las niñas y los niños recibirían el tipo de educación que sus familias podrían pagar: si tenían la “suerte” de nacer en una familia que tuviera recursos económicos tendrían derecho a una educación privada de calidad –los colegios con pomposos nombres en inglés reflejaban esto; mientras que si les tocaba la “mala suerte” de nacer en familias pobres, solo podrían aspirar a una educación pública deficiente –las llamadas escuelas numeradas fueron un triste ejemplo de esta cuestión. Por su parte, la educación subvencionada se erigía como un mecanismo que intentaba compensar estas desigualdades facilitando el acceso a una educación de relativa calidad para las familias que pudieran co-financiar la educación de sus hijas e hijos. En este sentido, muchas familias de clase media y media baja se esforzaron en pagar un colegio no numerado que imitaba en su forma y en su fondo, pero no siempre en su calidad, a los privados.
“Lo privado” se transformó en sinónimo de calidad instalándose en la subjetividad de la sociedad chilena como un símbolo de estatus y distinción social.
Lo mismo ha ocurrido con otros bienes públicos como la salud, la seguridad social, la vivienda y el transporte que pasaron de ser derechos sociales a transformarse en bienes de mercado administrados por agentes privados. Hoy en día, nadie negaría que en Chile la educación pública es sinónimo de mala calidad, salvo contadas y prestigiosas excepciones.
Así, mirándolo desde un punto de vista reduccionista, podríamos decir que “lo público” o los bienes y servicios públicos administrados por el Estado -entre los cuales la educación representa un área emblemática, pero no es la única- han resultado ser de deficiente calidad y se dirigen principalmente a las niñas y los niños más pobres. Tal como dice un viejo refrán acaban siendo “pobres políticas para pobres” (al tratarse de políticas públicas y sociales focalizadas). Por su parte, “lo privado” o los bienes y servicios proveídos por agentes privados -en especial en el ámbito de la educación, pero no solamente-, se destacan por tener mejores resultados y están dirigidos a las niñas y los niños de familias con más recursos económicos. Pero, hay ocasiones –como algunos casos de la educación subvencionada o la Universidad del Mar- donde los agentes privados no entregan un servicio o bien de buena calidad y, además, acaban lucrando con ello. En este escenario, se difuminan los contornos entre lo público y lo privado, ya que se desplazan y transitan las responsabilidades y deberes entre el Estado, el mercado y la sociedad civil confundiéndose conceptual y empíricamente el accionar de estos agentes.
Justamente, otro de los aciertos del movimiento social por la educación es que las y los estudiantes de la educación universitaria y muy particularmente de la educación secundaria, pasaron de ser agentes individuales que desplegaban un discurso con implicancias en ámbitos más privados de la vida social (en las familias o a través de la participación en pequeños grupos) y se transformaron en un actor colectivo que incide y, de algún modo, determina el debate público en Chile durante los últimos dos años y actualmente el debate presidencial. El tipo de educación al que podía acceder una niña o un niño ya no dependía solo de la “suerte” de la familia en que había nacido (un asunto privado); ahora, se instalaba como un bien público y su importancia resultó ser un interés de toda la sociedad.
Tal como se dijera, las y los estudiantes de la educación universitaria y secundaria que han protagonizado este movimiento social son adolescentes y jóvenes que “devinieron” en actores sociales con incidencia política. Pero, ¿qué sucede con las niñas y los niños que reciben educación básica y preescolar de deficiente calidad por haber tenido la “mala suerte” de nacer en familias pobres? ¿De qué formas están participando estas niñas y niños en el movimiento social por la educación como actores sociales y sujetos de derechos? Al parecer, su participación ha sido más bien escasa y puntual en cuanto a manifestaciones públicas (como las marchas), pero son protagonistas de un cambio generacional que transformará radicalmente sus vidas y, por lo tanto, nuestra sociedad.
Históricamente, desde el momento en que la modernidad re-construye el concepto de infancia que hoy conocemos, la niñez ha sido concebida como una cuestión privada que atañe a las familias y especialmente a las mujeres; y a las niñas y los niños como seres incapaces psicológica y jurídicamente, por lo tanto, se les ha negado la posibilidad de ser actores sociales y sujetos de derechos participantes de la vida social y política de sus familias, comunidades y países. Pero, es urgente y necesario que la infancia sea una cuestión de interés público; y las niñas y los niños, actúen en “lo público”y dejen de estar “privatizadas/os”. La infancia habita entre el mundo privado y el público, un ejemplo de ello son los tres ámbitos de acción establecidos en la Convención de los Derechos Infantiles de la ONU: provisión de bienes y servicios; protección y participación (esta última con un sentido más público, pero también con énfasis en espacios familiares o escolares). Para ello, justamente las políticas públicas deberían considerar un enfoque generacional transversal que ubique a la infancia en el centro y garantice efectivamente el interés superior infantil. Si las políticas públicas de educación, vivienda, transporte o de maltrato infantil e integración de las minorías, es decir, aquéllas que se ocupan de asuntos privados o familiares, pero que son de un genuino interés público y afectan directamente a las niñas y los niños más pobres, tuvieran esta especial consideración, sin duda seríamos una sociedad mucho más amigable e inclusiva.
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