Desde el retorno a la democracia, los gobiernos de la Concertación y ahora el de Sebastián Piñera, han caído en la tendencia nefasta de “tecnocratizar” al Estado, colocando a la cabeza de los ministerios llamados “sociales”, a profesionales expertos en administración, economía, finanzas etc., pero con nula o escasa trayectoria en el terreno mismo donde se pretende pisar.
Durante los últimos veintitres años bajo este derrotero, el ministerio de Educación no ha sido la excepción. Sea coincidencia o no, tras dos décadas de cambios, mejoras estructurales, reformas en los programas y dos movimientos estudiantiles a cuestas, nos encontramos sin avances sustantivos, con una política estatal carente de identidad, desmembrada, desarticulada y despojada del enfoque tridimensional que toda política sobre y para educación debe tener.
La dimensión ideológica, política y social de la política educativa se desmoronó con el correr de los años y a partir de la implementación de la Jornada Escolar Completa, más conocida como JEC, las estrategias del Mineduc para elevar la calidad de la educación han sido un rotundo fracaso.
Con la JEC se pretendía el mejoramiento de la calidad, la igualdad de oportunidades y la transformación de las prácticas pedagógicas y de la gestión docente. El modelo consideraba una fuerte inversión en infraestructura, la extensión de la jornada escolar y en paralelo, una reforma curricular. Sin embargo, no se consideró que era fundamental cimentar estos cambios en un modelo completamente diferente al que existía.
Así, todo lo que vino como una gran promesa no hizo más que chocar con los viejos paradigmas impuestos por un régimen y un sistema educativo antidemocrático, rechazado por académicos, estudiantes y la propia comunidad educativa en general. Era imperativo terminar con el modelo impuesto por la LOCE, capacitar a los docentes para incorporar efectivamente la reforma en la sala de clases -con la consiguiente transformación de las prácticas pedagógicas que requería la JEC. Tampoco se contempló la necesidad de intervenir en la formación inicial del profesorado, que como sabemos, desde la dictadura está al arbitrio de cualquiera que quiera abrir una carrera de pedagogía, sin mediar mayores condiciones que las que imperan en el mercado.
No existió ninguna reformulación del marco legal y económico para que el Mineduc pudiera asesorar, supervisar y asegurar la real implementación de la JEC en el aula. El control del ministerio sobre los establecimientos educacionales subvencionados nunca fue tan exiguo como en la actualidad y pese a algunos intentos como la Ley de Subvención Escolar Preferencial (SEP), no son pocos los establecimientos escolares que recibiendo platas del Estado, aún no cuentan con Consejos Escolares funcionando democráticamente y que sean partícipes reales del proyecto educativo de su plantel.
Actualmente, con bastante impotencia y tristeza debemos conformarnos con una educación obsesionada con las mediciones SIMCE y PSU, que sólo contribuyen a rankear y estigmatizar los colegios. Sin embargo, no hay propuestas concretas destinadas a elevar la comprensión lectora de los estudiantes a través de nuevas metodologías de trabajo, que no incluyan el dictado y la memorización como única herramienta de enseñanza. Se ha pretendido reducir las horas de historia y hacer desaparecer la filosofía como parte de una estrategia, desconocida al menos para mí, en pos de mayores horas de lenguaje y matemáticas, cayendo en el absurdo de que a mayor cantidad de horas mayor calidad y asentando como cierta la hipótesis descabellada de que algunas materias no son tan relevantes como otras para la formación integral de los educandos. La JEC probó con creces que ésta estrategia no contribuye en nada a mejorar los aprendizajes.
Un caballito de batalla de la Revolución Pingüina de 2006 fue justamente que la JEC, con su extensa carga horaria, sólo contribuía a un agotamiento y desgaste tanto de alumnos como docentes. Como si fuera poco, después de una jornada extenuante había que llegar a hacer tareas a la casa o a corregir pruebas, porque el tiempo no calzaba.
Entre los objetivos de la JEC, si mal no recuerdo estaba la formación integral de las personas y en ese entendido la extensión horaria tenía como fin incorporar nuevas materias, distintas a las asignaturas obligatorias o propias del curriculum. Finalmente, pudimos constatar cómo los ramos de Lenguaje y Matemáticas se impartían en horarios tardíos, dónde el cansancio de los alumnos y maestros era evidente.
Con la formación docente, el análisis no ha ido mejor. La JEC y en general las reformas educativas que le han sucedido consideraban a un “maestro ideal” capaz de poner en práctica los cambios, pero como sabemos la actualización ha sido lenta, resistida y mal enfocada. Están los computadores y las nuevas tecnologías, pero los maestros no saben cómo usar estas herramientas en la sala de clases. Al final, los profesores se han quedado atrás, ya sea por desconocimiento, reticencia o desconfianza hacia las propuestas ministeriales. Por otro lado, el Mineduc ha optado sistemáticamente por marginar al gremio de todo diálogo que posibilite una solución conjunta al problema educativo.
Con los tecnócratas en el poder, el lucro, la carrera y evaluación docente, y la regulación de las carreras de pedagogía son algunos de los temas que siguen friccionando el sistema, sin dar solución a una educación que se cae a pedazos y se desangra día a día. Se insiste pues, en el camino erróneo de que los individuos deben ser preparados y adoctrinados para enfrentar las demandas del mercado.
Seguimos en la vía de mercantilizar la educación. No importa si nuestros alumnos comprenden lo que leen o si entienden los procesos políticos-sociales que experimenta el país. Lo relevante parece ser si cumplen o no con los requerimientos del sistema económico y la globalización imperante. Se ha pregonado y fortalecido la importancia de la enseñanza del inglés y el chino mandarín, mientras la mayoría de nuestros/as jóvenes tiene serias dificultades para entender un texto en nuestro propio idioma, siendo ésta una de las áreas claves para que comprendan el mundo que los rodea.
Por esta razón, me indigna cómo con tanta facilidad, cualquier ministro que asume la cartera recibe, por parte de la clase política, el calificativo de “experto”, sin mediar mayores competencias. Así fue el caso de Mariana Aylwin y así ocurre con Harald Beyer. La primera, reconocida por un breve paso como maestra de un colegio privado y el segundo porque formó parte del comité técnico para elaborar la LGE durante el período de M. Bachelet.
¿Qué experiencia o experticia tienen en materia educacional, si en su vida han enseñado en una escuela pública, de esas tan comunes donde la mayoría de los alumnos llegan a dormir a la sala, porque trabajan de noche o sus padres los maltratan o forman parte de pandillas donde la droga y las armas son parte de su vivencia cotidiana? ¿Alguno, acaso, se ha desempeñado como director, directivo docente o ha trabajado como maestro de una escuela rural, ahí donde las papas queman? No, ellos dan cátedras en las universidades, avalados por un rimbombante curriculum de estudios de post grado en el extranjero, escriben libros y forman parte de una élite intelectual que habla y opina desde el escritorio, con una pluma Mont Blanc. Lo que se necesita hoy son eruditos, pero de lápiz Bic.
La experiencia nos indica que el conocimiento práctico de un “problema” es esencial para comprender cuáles son las variables que intervienen en él y cuáles podrían ser las soluciones. Sin ánimo de invalidar o menoscabar las aptitudes técnicas y especializadas de estos connotados y otros similares, ¡discúlpenme!, pero la teoría sin la praxis no sirve.
Por lo mismo, de una vez por todas debemos erradicar la importación de modelos foráneos, traídos por expertos que vieron la luz cuando pasaron unas vacaciones en España, Canadá o Francia, modelos que no tienen ninguna relación empírica con la realidad de la educación chilena.
No pretendo ser chovinista, pero me permito humildemente confiar en la capacidad de nuestros intelectuales para idear e implementar un modelo educativo propio, que incorpore una crítica profunda a lo que se ha hecho hasta ahora y que sea lo suficientemente rupturista y revolucionario como para derrocar irremediablemente a conservadores, mercantilistas, derechistas, católicos, apostólicos y romanos.
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Foto: rahego / Licencia CC
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