Cuando la educación fue ingresada como bien transable en el mercado se produjeron las tremendas anomalías que al día de hoy hacen crisis. Los sueldos docentes, la infraestructura, la municipalización, la calificación docente, remoción y calificación de directores, liceos de excelencia, etc.. son sólo externalidades. A lo más, paliativos para una enfermedad grave y en expansión. El problema de fondo se desprende del conflicto educación/mercado, de tal manera que encontramos la primera a la medida de lo que se pueda pagar en el juego de lo segundo. Buena (pagada), regular (subvencionada) y mala (municipalizada), con sus correspondientes y variadas gradaciones. A partir de ese análisis, invito a reflexionar respecto de los siguientes puntos:
1. La discusión, en educación, no va por el camino de si deben participar privados o no en ella. De hecho ni siquiera si el Estado debe administrar colegios. Lo realmente relevante es no cobrar por estudiar ni hacer selección de estudiantes.Esos dos factores serían los enemigos de una “buena educación” dentro de un concepto de “ciudadanía”. A ese Sería mínima la negativa influencia del mercado en educación, toda vez que se anulen el lucro y la selección. Por tanto, si ese es el medio, no es relevante quién administre colegios, porque el fin ciudadano sería compartido y aplicado transversalmente.
Si se pudiera sacar la educación del mercado, podríamos hablar realmente de ella en el sentido público, porque en principio se generarían espacios comunes de aprendizaje e interacción social de las comunidades educativas, a diferencia de los suburbios y ghettos educativos que existen en la actualidad y que, justamente, niegan la “cosa pública”. Fernando Atria[1], en cuyo argumento baso esta reflexión, señala la posibilidad de segregar socialmente a través de otros mecanismos (como el habitacional), pero si se instala una real conciencia pública podrían monitorearse esas variables negativas. Si esa conciencia no surge y se instala desde la educación, difícilmente podría hacerlo desde otras instancias.
El problema radica en cómo aplicar estas medidas o propuestas. En Chile se tiende a simplificar todo en la creación de la ley correspondiente. Un sistema así permite eliminar la disyuntiva o angustia producida por la tensión entre el interés particular por el hijo y la ciudadanía. Hay que zanjar a favor de un sistema inclusivo. Finalmente zanja la ley. A mi entender, esa fe legalista es un poco ingenua, porque la cultura de mercado está arraigada fuertemente y la ley no cambia conductas y visiones. Esta realidad es comprobable observando el tránsito: conformación del Consejo Asesor Presidencial para la Calidad de la Educación – informe entregado por la comisión en diciembre de 2006 – debate parlamentario – aprobación de LGE.
Quizás el cambio cultural debería pasar por cómo las comunidades educativas, con la totalidad de sus miembros, generen discurso crítico respecto de lo que consideran público y su grado de importancia. Pero ese discurso debe tener su correlato en la realidad en aras de la legitimidad de las medidas. Se ve difuso, se pronuncia como un “déjà vu” de la Revolución pingüina, pero tengo la sensación que dicha revuelta fue una tarea incompleta o en el peor de los casos maleada. Hay que sumar actores… actores educativos de base, no de élite.
2. No hay que permitir o, por lo menos, hay que dificultar la transmisión de los privilegios a través de la Educación en Chile.
3. Hay que transformar (vía punto 1 y 2) la educación en un espacio ciudadano de iguales. En la disputa entre los derechos de libertad e igualdad en la educación, hay que optar en por la segunda.
4. El Estado puede gastar en todos los sentidos y para todos los “grupos sociales” en la entrada al sistema educativo. Para otras regulaciones están los impuestos. Este es un punto central. La focalización (visión progresista aplicada por los gobiernos de la Concertación que implica no gastar recursos del estado en los más ricos) impide la creación de espacio ciudadano de iguales. Sabemos de alguna manera que debe existir algún criterio de discriminación positiva en sociedades que presentan desigualdades socioeconómicas y culturales como la chilena, pero esa corrección de problemas no puede pasar por entregar la administración educativa al mercado. Es así como el aparato estatal y sus políticas públicas deberían asumir, como hacen múltiples "Estados desarrollados" (tan admirados a niveles de pleitesía), a los impuestos como instrumentos claves para aplicar las políticas públicas en forma.
[1] Atria, Fernando: Mercado y ciudadanía en la educación, Ed. Flandes Indiano. Santiago, 2007. Pp. 66-115.
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Foto: Escuela Pedro Ruiz Aldea, Los Ángeles – Chile Ayuda a Chile / Licencia CC
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