Por absurdo que parezca, no sería una pérdida total de tiempo preguntarle a algún autor de los ´60 si no cree que aún desde ese tiempo Chile se encuentra sumido – o sometido- a una crisis global, y que además postule que el desarrollo económico es la cuestión básica y desde la cual se elabora el resto de las propuestas del país. Sería una manera más de corroborar, de asegurarnos de que las demandas actuales tienen una razón de ser, una matriz desde la cual la búsqueda de una mejora básica, la educación, se concentra el pensamiento de un legado hasta el momento único y trascendental.
Posiblemente muchos ciudadanos chilenos sientan que vamos encaminados hacia una detonación social, pues les resulta incompatible la postura del actual sistema político y la cada vez mayor demanda de grupos sociales/académicos autónomos, e incluso de grupos sociales postergados, en donde “la cuestión económica” no permitiría satisfacer sus demandas. Supongo, a estas alturas, que no se trata, simplemente, de superar la pobreza; se trata de superar nuestro desarrollo global como país modificando radicalmente algunas situaciones tan básicas como significativas.
Ya postulaba algo similar Jorge Ahumada (economista chileno, 1917-1965), quien, por lo demás, tenía una visión optimista de América Latina. Cuando tenía más o menos unos dieciséis años, sabía sobre Ahumada y sobre su pensamiento que superaba lo económico y cuyas propuestas de reformas sociales y económicas y sociales servirían de inspiración a los gobiernos de Frei y de Allende, pero para eso tuve que pagar un precio. Sé sobre esto desde que tenía 16 años. Se sobre la diferencia de pensamiento que tenía Ahumada con Encina, pero para ello tuve que pagar un precio.
Antes de contar una triste historia sobre una estudiante de provincia “con sueños y esperanzas”, prefiero referirme al movimiento estudiantil secundario. Y no puedo dejar de recordar a un grupo de estudiantes que tuve el privilegio de conocer hace un par de años. Muchas personas actualmente piensan que de un 100% de los estudiantes secundarios movilizados a nivel nacional, sólo un 20 ó 30% realmente tiene conciencia plena de lo que significan e implican sus demandas y del significado que para ellos tiene la calidad de la educación. En mi época de estudiante secundaria, pasé los últimos tres niveles dudando sobre “la cantidad” de contenidos que mis profesores del área humanista nos daban. A veces con un grupo de compañeras y/o amigos de otros establecimientos conversábamos sobre este tema. Algunos compartíamos, además, información sobre lecturas o artículos de áreas de nuestro interés, incluso cuando nos arriesgábamos a que nos llamasen nerds o calificativos similares. A final de cuentas, fue un periodo cuyos “vacíos culturales” traté de llenar en la Universidad. No obstante reviví este escenario una vez que egresé y obtuve mi primera experiencia laboral. Una clase de lenguaje y comunicación en tercer año medio me llenaba de ideas y expectativas, así que decidí llevar una lectura que pensé, me daría buenos resultados. Llevé un cuento de Pedro Lemebel. Ya a estas alturas incluso olvidé el título, ya que el resultado fue muy distinto al que tenía en mi cabeza. Fue una división terrible; unos estaban agradecidos por haber leído “algo distinto, alternativo”, otros simplemente reían, otros se burlaban.
Y en medio de la conmoción, tuve que hacer aclaraciones que comenzaron con los alumnos y acabaron con el equipo directivo. Desde ese día me quedó muy claro el hecho de que si eres humanista y profesor debes limitarte sólo a aquellos contenidos que “le sirven al hombre”, y no a aquellos que ayudan a comprender y aceptar la diversidad; incluso a comprender la identidad nacional tan ambigua e hipócrita que nos precede como chilenos ante algunos extranjeros, ya que el precio que vas a pagar sea, posiblemente, una reprimenda o el riesgo de no continuar tu trabajo el año siguiente, por liberal o por….un color político diferente al del Establecimiento.
No puedes, en algunos contextos, pedir que un estudiante tenga pensamiento crítico si le niegas leer a Nicanor Parra o a Pedro Lemebel, por ejemplo, si finalmente la población adulta, las generaciones anteriores, padres y apoderados, no son capaces de ver una diferencia real entre el contenido de un mensaje que grita ¡toleracia!, ¡menos cinismo! con la forma de una novela o de un poema, y un programa de televisión cuyo mensaje principal es la “diversidad sexual” bajo la forma de la comedia o del drama.
La experiencia me dice que para ser humanista y profesor en Chile, primero tenemos que darle una oportunidad a esta generación de estudiantes secundarios, aprovechando los cambios sociales que están generando, y educarlos bajo el principio de ser auténticos, honestos, analíticos, curiosos. Debemos dejar de traspasarles una ideología cuya matriz intelectual tiene como núcleo un pensamiento retrógrado, ambiguo, responsable en su mayoría de las crisis sociales en las que vivimos. No debemos dejar que la cultura de las formalidades domine nuestra manera de vivir, puesto que limitamos su concepto de libertad y lo distorsionamos; los hundimos, nos olvidamos de que son personas, de que fueron niños, de que serán ancianos y su legado será un listado de líneas grabadas en un curriculum inflexible, contradictorio, bajo el cual sólo aprenderán de manera significativa que el día de mañana la formalidad precede al trabajo.
Queridos ex alumnos varios: si llegan a leer el contenido de esta sencilla columna, sé que ya han sido capaces de extraer lo principal. Siempre estaré agradecida de la constancia, la perseverancia con la que afrontaron mis clases; la madurez con la que aceptaron mi personalidad, mis metodologías. La educación, así como el lenguaje, transforma realidades. Tómese como una oportunidad para transformarla con consecuencias positivas, con expectativas reales, alcanzables, y no quiméricas, como ha sido para muchos, hasta ahora.
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