Las vitrinas perfectas en su transparencia pálida, cada una identificada con algún código articulado de colores, símbolos, mensajes, irrupciones. Los pasos no se sienten, es sólo el murmullo incesante, como un hormiguear aparentemente extraviado de personas. Lejos de aquellas conciencias, en algún otro lugar de la ciudad, encerrados en un set de televisión cuatro hombres intentan desenredar infructuosamente el discurso de un invitado atípico, Humberto Maturana, conocido en las librerías mucho más por sus escritos sobre el amor que por sus teorías del conocimiento. Al otro lado de las pantallas, un par de valientes televidentes asiste el diálogo… escucha algo. Tres locus para posicionarnos en el debate de la ciencia y su lugar en el Estado.
La ciencia parlante
La ciencia es un discurso y una práctica histórica. Sería muy fácil comprobar que ella se ha constituido en una clave para evitar la desesperación del vacío. Nos paramos en la calle, y explicamos el mundo con la ley de gravedad, o decimos livianamente que todo “es relativo”, que encontramos raro esto de las uvas sin pepas, que no fue tan extraordinaria la caída de 39 kilómetros de Felix Baumgartner, o que sería bueno, como sugiere Maturana, explicar la violencia, diseñando un plan de investigación sobre qué hace la sociedad para reproducir la violencia.
La ciencia se localiza históricamente, y ordena la vida cotidiana, casi de modo imperceptible, desde que aprendemos a leer y desciframos el valor de los números. Es un lenguaje, y por lo tanto sujeta a un aprendizaje, que permite entenderla y potencialmente ser capaz de crearla a partir de sus supuestos de trabajo.
La ciencia vitrina
Pese a la presencia transversal de la ciencia, como sostén de prácticas sociales, en muchas sociedades se coloca su aprendizaje, y especialmente su producción, como un bien de elite, generalmente asociada al desarrollo de polos de excelencia asociados a la inversión de la empresa privada, interesada en el desarrollo y comercialización de “productos” rentables. La I&D –Investigación y Desarrollo- se convierten en un producto más de las vitrinas de un mall, y por lo tanto, sujetas a la oferta y a la demanda. En este sentido, la comercialización del tratamiento contra el VIH aparece como un cruel ejemplo de la nociva articulación de mercado, lucro y necesidades humanas.
La ciencia pública
Lejos de los ránkings, la competencia, la publicación obsesiva en revistas científicas, el alcance de estándares de producción desquiciados, quiero pensar que la ciencia es una actividad de conocimiento producido en una colectividad. Nadie se ilumina en el naufragio solitario, sino que se inserta en un colectivo de pequeñas piezas –escritos, estudios, personas- que se estructuran en un nuevo estudio de forma novedosa. Esto no exime a la ciencia del ejercicio del poder, de las luchas políticas, las disputas de clase… en fin de la historia cultural.
Debiésemos localizar la práctica científica de un país en el reconocimiento de la comunidad que lleva a cabo esta labor, exigiéndole una transmisión social de su saber, aplicaciones que superar la simple “vinculación con el aparato productivo” como diría algún ministro de Economía.
Si aceptamos estos supuestos, como posibilidad al menos, debiésemos localizar la práctica científica de un país en el reconocimiento de la comunidad que lleva a cabo esta labor, exigiéndole una transmisión social de su saber, aplicaciones que superen la simple “vinculación con el aparato productivo” como diría algún ministro de Economía. Este colectivo podría tomar la función de organizar una institucionalidad democrática dentro del Estado, intentando defender la producción colectiva de conocimiento, lo cual constituye un valor en sí mismo, más allá de la anhelada valorización económica de una posible aplicación tecnológica.
La participación activa del Estado en estos asuntos nos ayudaría a fundar y promover un conocimiento adueñado socialmente en nuestras escuelas –en todos sus niveles-, evitando así la mera apropiación privada de algo que hemos elaborado entre todos.
La ciencia debiese ser cooperación, y no sólo estar restringida a la construcción de un conocimiento local –confinado a los estrechos límites de una nación-, sino estar en la búsqueda permanente de pares en el mundo, con los cuales dialogar. Para eso no hay ahogar la producción científica del Sur con la introducción burocratizada de modelos de gestión, sino que ayudar a constituir la comunidad científica del Sur, creyendo en ella, e invirtiendo. No hagamos una Mall ciencia.
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