En los últimos días, he tenido el infortunio de hallarme leyendo a varios personajes que defienden la desigualdad. Ellos proclaman que esta no constituye un problema, por el contrario, es un estado deseable, pues estimula la existencia de incentivos al esfuerzo individual. Concluyen, por lo general, con el típico cliché de las democracias liberales que consideran que el trabajo personal le otorga al hombre el lugar que merece en el espacio social.
El problema de estos enfoques es su obscena miopía; la concentración de la riqueza produce distorsiones y asimetrías en la arena de la representación política: quienes más tienen son capaces de hacer oír su voz de manera más eficiente, de crear un cuerpo legal a su medida. Esto se ha traducido en Latinoamérica en la distribución de cargas impositivas absurdas (las elites pagan menos impuestos que las capas medios y los sectores populares), en el diseño de leyes laborales generosas con el empresariado (la precarización de los contratos de trabajo), en el tráfico de influencias políticas (el financiamiento oscuro de campañas en época de elecciones).
Estos voceros del neoliberalismo han llegado a decir que el estado deseable de cosas es un mercado desregulado, pues esta es su condición natural. Está ultima premisa es el argumento que me interesa problematizar. Si la marginalización es un resultado natural de la economía y de la vida social, no podemos olvidar que también la organización comunitaria es una respuesta que puede ser considerada natural. Ahora bien, si los sectores populares se organizan, y desean pasar por el machete y la pistola al resto, según esta lógica, no hay espacio para el llanto: se estaban comportando de manera natural. En estas condiciones, el retorno faldero a las polleras del Estado, la ética o la legalidad es imposible. En la naturaleza —a la que no podemos acceder de manera ingenua por estar condenados a la cultura—, la agresión es la norma. El animal arrinconado siempre responde con el zarpazo. Aquí, de hecho, no se admite la legalidad ni la propiedad. Entonces, si aceptamos el argumento principal del capitalismo, aquel que ensalza la naturaleza como condición de su propia existencia en cuanto sistema económico, debemos aceptar también que la violencia es parte de las soluciones posibles ante los conflictos, pues esta se corresponde con la lógica de lo natural que el propio capitalismo ha insistido en instaurar.
Que las ciudades ardan, entonces, bajo el imperio de las pulsiones. Si hemos de renunciar a la cultura, hagámoslo con fuego y revancha. El darwinismo económico no solo puede ser leído desde la óptica del individualismo, las comunidades también pueden crear cuerpos sociales, muchas veces dispuestos a luchar por su sobrevivencia y ejercer niveles de violencia insospechados. Antes de hablar de lo natural, hay que lavarse la boca y pensar si estamos dispuestos a que corra sangre. No vaya a ser que el sueño natural se haga realidad.
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