El Coronavirus nos recuerda la igualdad de los seres humanos: todos vamos a morir y nadie controla la muerte. Hay personas más resistentes que otras y nadie sabe con exactitud porqué una jovencita de 16 murió y un anciano de 93 salió de reanimación. La salud y la muerte no son variables previsibles y exactas.
Lo que sí es previsible es que el confinamiento, paradojalmente, nos pone frente a las desigualdades económicas. Vivir en una casa con jardín, un departamento de 200 m2 o un estudio de 16m2 sin ventana y con un niño no implica el mismo sufrimiento.Nunca la industria del lujo ha parecido tan inútil como ahora. Nunca los trabajos de primera necesidad han sido tan visibles.
Tener computadores, tableta, smartphone, home cinema, wifi, internet banda 4G o tener sólo una televisión y una radio no implican el mismo aislamiento.
Nuestro placer de vivir o nuestros sufrimientos cotidianos (tener poco dinero, un lugar de vida exiguo, no tener un baño con ducha caliente…) son aumentados exponencialmente por el confinamiento.
Nuestra sobrevivencia depende en gran medida de los trabajadores y las trabajadoras más humildes, de los hombres y mujeres ejerciendo como agricultorxs, camionerxs, cargadorxs, cajerxs de supermecados, enfermerxs, agentes de centros de llamados de primeros auxilios…
Nunca la industria del lujo ha parecido tan inútil como ahora. Nunca los trabajos de primera necesidad han sido tan visibles.
Qué harán los economistas con estas informaciones? Qué cambiarán los consumidores? Y cuándo los sueldos serán justos y proporcionales al bien común?
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