Recuerdo cuando hace algunos años, un lustro quizás, un hipermercado nacional que ahora forma parte de una marca extranjera, presentó a los consumidores del país un folleto con las mejores ideas para celebrar el 4 de julio. Mi memoria no es tan buena como para recordar los detalles del caso, pero sí mantengo la sensación de desconcierto cuando pienso al respecto. ¿Por qué traigo esto a colación justo en el momento en que hemos disfrutado de –a mi juicio– una merecida cantidad de días de descanso, de celebración y divertimento? La concepción de consumidor, y del consumo propiamente tal, es la explicación.
Cuando me refiero a “los consumidores del país” aludo a usted, a él, a ella y a mí. Porque querámoslo o no, todos y todas somos consumidores y consumidoras. Consumimos, adquirimos, usamos, empleamos y compramos bienes y servicios desde tiempos inmemoriales. Pero no hay que ir muy lejos en el tiempo para graficar la cuestión. Recientemente, durante 5, 7 o 9 días de celebración patria hemos consumido alimentación, vestimenta, divertimento y un largo etcétera. Y así también lo haremos con similar intensidad en el siguiente período de días festivos y en el día a día en general. Es en este contexto donde surge la pregunta por las motivaciones que como consumidores tenemos para adquirir tal o cual satisfactor. Y es que quizás, la principal diferencia entre un momento del pasado en el que la economía se ocupaba de la satisfacción de necesidades y otro del presente definido por una economía financiera basada en el deseo, está en las motivaciones por las cuales consumimos, ya que una cosa es adquirir esto para satisfacer aquello, y otra distinta es adquirir esto para acumularlo con aquello. Al parecer, un asunto de criterio es de lo que trata el ser consumidor.Una de las virtudes del consumismo imperante (o vicio dirán algunos) es que ejerce influencia sobre la satisfacción de deseos y no sobre la satisfacción de necesidades. Y los deseos como puede ser fácil de comprobar, son ilimitados.
Una de las virtudes del consumismo imperante (o vicio dirán algunos) es que ejerce influencia sobre la satisfacción de deseos y no sobre la satisfacción de necesidades. Y los deseos como puede ser fácil de comprobar, son ilimitados. Pero el principal inconveniente no está en el hecho de que así lo sean, sino en el papel que les asignamos, ya que ¿cómo satisfacer deseos ilimitados cuando los recursos son limitados? Por otra parte, si queremos ser consumidores en el amplio sentido de la palabra, es decir, en su vertiente originaria, ética, adquiriremos bienes y servicios orientados por las necesidades que tengamos, las cuales, al ser específicas, son también limitadas. Acá el término “limitadas” con que se adjetiva a las necesidades, hace referencia a que éstas están circunscritas a ciertos ámbitos de la experiencia humana y a que sus fronteras están determinadas de modo intrínseco, siendo propias de cada individuo. Así mismo, aunque un deseo también pueda definirse o caracterizarse como intrínseco, es prescindible. Las necesidades no.
“Consumir es un acto cotidiano e imprescindible para la vida. Ser consumidor no significa estar a disposición de las leyes del consumo”, afirma la filósofa Adela Cortina. En este sentido, ser consumidor es serlo, forma parte de nuestra identidad e implica atender a las propias necesidades y forjar un criterio acorde. El consumismo por su parte, apela al deber ser consumidores y a una obligación mediada externamente, con lo cual nuestra relación con los bienes y servicios que adquirimos pierde su cariz ético al instrumentalizarse.
Expongámoslo de esta manera: acaba de finalizar Fiestas Patrias y muy probablemente, las grandes vitrinas y estanterías pronto comiencen a mostrar las mejores ideas y ofertas para celebrar Halloween y luego la navidad. Más tarde, en pleno verano mientras usted satisface su necesidad de confort escapando del calor como guste y le sea posible, muy probablemente las grandes vitrinas y estanterías comiencen a exhibir todo el conjunto de artículos necesarios para iniciar el año escolar.
Si algo es claro y debe ser destacado cada vez que se trata este tema, es que todas y todos tenemos necesidades y que satisfactores hay muchos. En esta línea, ser consumidor significa adquirir uno de estos distintos satisfactores. Sin embargo, pareciera que el modo en que consumimos –ya transformado en hegemónico– recibe influencia de la economía financiera para determinar el cómo y cuándo se satisfacen las necesidades. Pareciera que el deber ser consumidores significa entonces, ser permeables y desear uno de estos satisfactores en particular.
No es mi intención ni está en mis capacidades provocar un derrumbe económico ni desfavorecer a quienes trabajan en el comercio. Tampoco aspiro a plantear una apología al minimalismo. Por lo que se aboga en estas líneas es por el reconocimiento a nuestra faceta como consumidores y porque el consumo sea validado como una práctica inherente a cada ser humano. Con ello, nuestro rol como consumidores estará determinado por las propias necesidades y no sujeto a la influencia de la mano invisible del mercado.
Esta perspectiva se sustenta en la voluntad y libertad de las personas para actuar conforme a sus motivaciones, a sus necesidades y según las nociones propias y compartidas de lo que es justo y bueno, todo ello aplicado al acto de adquirir productos, bienes y servicios. Es una perspectiva que por una parte se aleja del conservadurismo que desconoce la relación entre el sistema económico imperante y el sistema de valores que define a cada persona, y que por otra resalta que el consumo no se restringe únicamente a la esfera económica que lo convierte en consumismo, sino que recupera su sitial de honor en la satisfacción de necesidades de índole intelectual, cultural, espiritual, ecológico, estético, etc. Incluso, podríamos afirmar que la participación política que la ciudadanía experimenta es una necesidad que se puede satisfacer por medio del consumo, por cuanto a que determinados satisfactores como los medios de comunicación al servicio de la opinión pública son garante de ello.
En suma, la mano invisible del mercado habría de ser sujeta por la mano tangible del individuo que es consumidor. Aquella mano tangible de la persona que al enfrentarse a un producto o servicio en particular, piensa: ¿lo deseo?… ¿Lo necesito?…
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