¿Qué duda cabe que la descentralización ha sido un largo anhelo y que ha costado avanzar muchísimo en él, a pesar del (aparente o supuesto) consenso político y académico que existe al respecto?
La descentralización es algo a lo que nadie parece oponerse. Pareciera que hay coincidencia sobre el diagnóstico del centralismo del país y de los efectos nocivos que genera para su desarrollo y para abordar distintos problemas de política pública, por lo que todos también dicen quererla, pero el entusiasmo parece no ser el mismo cuando hay que hablar de cómo avanzar.
Eso se ha visto en diversos momentos de nuestra historia y, ahora, más recientemente en el marco de la discusión que se está desarrollando en la convención constituyente respecto al Estado Regional y a otros temas relacionados con descentralización y con gobierno y administración del territorio.
Diversos académicos y otros actores ligados al tema (pareciera que su mayoría de Santiago) han planteado aprensiones a lo que se ha ido tratando en las últimas semanas, entre las cuales es posible mencionar las siguientes:
Lo anterior se corona con la siguiente frase de un destacado académico nacional: “[…] Yo creo en la descentralización, pero tiene que ser muy gradual. Tiene que ser primero administrativa, después traspasarles funciones a los estados regionales y después seguir traspasando cada vez más autonomía en lo financiero, y a la vuelta de 20 años [destacado propio], a lo mejor algo de autonomía fiscal. Pero esta cuestión que están planteando ahora es un salto al vacío”.
A mi juicio, esas críticas y temores, así como la excesiva o mal utilizada “gradualidad”, reflejan uno de los principales motivos por los que ha costado tanto avanzar en la descentralización del país, que es la desconfianza y, derivado de ello, el oculto deseo de mantener una especie de tutela del centro hacia las regiones y comunas.
Asimismo, creo que no es lo mismo analizar la cuestión de la descentralización desde Santiago que desde regiones, así como tampoco es lo mismo analizar la pobreza desde Vitacura que desde La Pintana. Planteo esto porque llama la atención la falta de sentido de urgencia y la aparente indolencia que se aprecia en las críticas antes señaladas, respecto a la necesidad de acelerar la descentralización del país.
Ello no implica que algunas críticas puedan ser atendibles, así como también que hay algunas iniciativas que podrían abordarse de otra manera (como la creación de las asambleas legislativas, que podría tratarse mediante el fortalecimiento de los actuales consejos regionales) y que surgen algunas dudas sobre algunas ideas (como el alcance que tendrían la «autonomía» propuesta y el rol que tendrían las provincias, por ejemplo), sin embargo, creo que en general son abordables mediante el establecido de límites, de mecanismos de coordinación, control, transparencia y de solución de conflictos, así como también de responsabilidades de las autoridades implicadas, entre otras vías institucionales.
Si bien hay que considerar la experiencia internacional, más importante aún es analizar nuestra historia, idiosincrasia y fundamentos para descentralizarnos. Es decir, construir una vía chilena a la descentralización, haciendo una derivada de lo que ha planteado recientemente el profesor Egon Montecinos.
Más autonomía no es ni debe ser sinónimo de irresponsabilidad, corrupción o despilfarro. Por el contrario, debe traer consigo necesariamente más responsabilidades y mecanismos control, fiscalización y transparencia, para facilitar el rol del consejo regional y de la propia ciudadanía
Sin miedo, con responsabilidad (sin dar un “salto al vacío”), pero con audacia; gradual, pero con más celeridad, a fin de cuentas. Ofreciendo un abanico de opciones para ello con requisitos estrictos y exigentes que deban cumplirse para su aprovechamiento.
Ello en coherencia con lo que señala la reciente editorial de un diario de circulación nacional, “[…] la dispersión normativa de un Estado Regional – que aunque suponga sumar y diferenciar normas para distintas zonas del país – será una compleja transición para un país de tradición unitaria. Eso no significa que la tradición deba definir el futuro, por el contrario, debe ser cuestionada constantemente, pero apuntando a sus falencias y no a construcciones teóricas o importadas”.
En esa línea, a mi juicio, la experiencia chilena dice que los marcos institucionales son fundamentales para inducir los avances, forzando a generar las condiciones necesarias para que logren sus objetivos (debería ser al revés, pero no ocurre), y uno audaz como el que plantea la convención constituyente es adecuado para eso. Prueba de ello es la llegada de los gobernadores regionales y las implicancias que ha tenido en la agenda de desarrollo territorial.
El periodo de ajuste puede contemplar mecanismos para manejar los potenciales problemas y riesgos que puede traer consigo, por lo que no es excusa para no atreverse. Es ahora.
Tal como lo señalé en puntos anteriores, quisiera enfatizar que no se trata de una revolución o de abandonar el diálogo y la mesura y la progresividad de las grandes transformaciones, sino de generar un contexto institucional más propicio para acelerar el tranco, bajo la consigna de tener un Estado más cercano a la gente en cada lugar el país, que cuente con las condiciones necesarias para mejorar la oportunidad y pertinencia de acción y para promover el desarrollo sostenible (en lo político, social, ambiental y económico) articulado y cohesionado del conjunto de su territorio.
Más autonomía no es ni debe ser sinónimo de irresponsabilidad, corrupción o despilfarro. Por el contrario, debe traer consigo necesariamente más responsabilidades y mecanismos control, fiscalización y transparencia, para facilitar el rol del consejo regional y de la propia ciudadanía. En eso, las nuevas unidades de control tienen una gran responsabilidad.
Un último comentario: creo que es necesaria hacer la reflexión del Estado Regional en un marco de reforma del Estado en general, a partir de preguntas tales como: ¿qué espera la sociedad de él?, ¿qué facultades y capacidades necesita para cumplir con esas expectativas? Derivado de eso surgen temas tales como el tamaño del Estado. En ese sentido, más que un Estado «grande» o «pequeño», creo que en realidad hay que preocuparse de que se conforme de manera inorgánica en relación a lo que la sociedad espera y demanda de él. El tamaño debe ser el que le permita cumplir con ello de la manera más eficaz y eficiente posible, entendiendo también que la despectivamente llamada «burocracia» no es mala o buena per sé o una lacra para el país.
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