Érase un país que se autodenominaba «oceánico», que en los mapas hacía destacar sus ocho mil kilómetros de costa, que acuñó el concepto de «mar presencial», que su himno prometía un futuro esplendor por parte del mar, que tenía decenas de organismos dedicados al aprovechamiento sustentable de su océano y que orgulloso contabilizaba más de tres mil islas.
Sin embargo, a diferencia de lo que históricamente han hecho otras culturas de similar geografía marina, ese país proyectó un puente entre la segunda más grande de todas sus islas y el continente. Ese país olvidó que aquellos que se denominan oceánicos, no necesitan de puente alguno para cruzar un canal, obra impensable cuando la porción de mar tiene menos de tres kilómetros de recorrido. Ese país tampoco examinó ni valoró su pasado para constatar que alguna vez pueblos canoeros transitaban con total seguridad y agilidad por esas mismas aguas, no solo usando tales embarcaciones de madera para movilizarse; sino además para dormir e incluso para cocinar en ellas mientras navegaban.Ese país olvidó que aquellos que se denominan oceánicos, no necesitan de puente alguno para cruzar un canal, obra impensable cuando la porción de mar tiene menos de tres kilómetros de recorrido
En efecto, el mar para un país verdaderamente oceánico no es una barrera que debe salvarse; sino una vía que se puede y debe aprovechar, más aún cuando la tecnología está poniendo a disposición naves seguras y sustentables. El mar es un medio para entre varios usos, llevar hacia esa isla los insumos que permitan materializar ahí infraestructura de salud, educación y otros bienes que la hagan florecer, sin necesidad de ir por tales servicios al continente.
Es decir, el mar no es una barrera, sino una vía para conquistar y estrechar territorios. Para los países realmente oceánicos el mar es una ocasión para acortar las distancias. Ciertamente donde algunos ven obstáculos, otros ven oportunidades siendo aquí el mar un gran puente natural para acceder a cualquier costa del planeta.
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