Aunque siempre se habla de países subdesarrollados o desarrollados, en realidad no existe una clasificación consensuada para ello, nadie ha fijado el umbral del desarrollo. En lo que sí existe consenso es que existen países más o menos desarrollados. De hecho, la discusión es contingente y constante: ¿Qué es desarrollo? ¿Cómo se mide?
Existe, por ejemplo, la “Felicidad Nacional Bruta” (GNH por sus siglas en inglés), índice creado en Bután el año 1972. Apelando a ese concepto, dos académicos brasileños (Lopes y Lemos) publicaron el año recién pasado un artículo titulado “Felicidad Nacional Bruta en Brasil: Un análisis de sus factores determinantes”. En él argumentan que el desarrollo no es más que el proceso que busca alcanzar el máximo nivel de bienestar social. Esto es, mientras más cerca de la felicidad esté cada individuo, más alto el bienestar de la sociedad y, por lo tanto, mayor desarrollo.
En otros lados del mundo se han postulado otros índices de acuerdo a lo que cada sociedad entiende por desarrollo, para ilustrarlo mencionaré algunos. El gobierno tailandés implementó el “Índice de Progreso Nacional”, el que utiliza indicadores de bienestar social, económico y ambiental. Reino Unido desarrolló el “Índice Planeta Feliz”, que considera indicadores de esperanza de vida, preservación ecológica y nivel de satisfacción con la vida propia. En el caso de Francia, reconociendo las limitaciones del PIB como indicador de progreso, el gobierno solicitó el 2008 la formación de una comisión presidida por el Premio Nobel de Economía, Joseph Stiglitz, para buscar una mejor manera de medir la performance económica y el progreso social. En estos ejemplos el factor común es que todos buscan promover la sustentabilidad y la equidad social (Lopes y Lemos, 2016).
Por otra parte, el índice de referencia utilizado por el PNUD para el diseño de políticas internacionales de cooperación es el “Índice de Desarrollo Humano”, el que ocupa como indicadores la esperanza de vida al nacer, el promedio de años de escolaridad, los años de educación obligatoria y el PIB per cápita. Dicho sea de paso, el reporte del año 2015 ubica a Chile en el puesto 42 de un total de 188, lo que nos clasifica dentro de la categoría más alta de desarrollo humano (“Very High Human Development”).
Entonces descentralizar el país no debe ser una discusión sólo de las regiones, ni tampoco es una solicitud de asistencialismo. Simplemente se trata de crear un país más desarrollado.
No porque el índice anteriormente mencionado sea utilizado por una institución que depende de la ONU quiere decir que esté exento de críticas, para algunos no sería un buen indicador de desarrollo. Para los críticos, el lugar que ocupa Chile en este ranking es resultado de nuestro “Subdesarrollo Exitoso”, una forma irónica de hacer referencia al modelo que ha llevado al país a incrementar su PIB, mientras perpetúa algunas características que son posibles de encontrar en cualquier país subdesarrollado, tales como: mala distribución de la riqueza, excesiva concentración del poder, escasos polos de desarrollo y economía basada en la extracción de recursos naturales.
Volviendo a los autores citados anteriormente, Lopes y Lemos, éstos concluyeron en su investigación que en Brasil se verifica la “Paradoja de Easterlin”. Este concepto nace en 1974, cuando el economista Richard Easterlin publica un artículo donde indica que en la sociedad estadounidense existe una correlación positiva entre ingreso per cápita y felicidad, pero alcanzado cierto nivel, mayores ingresos no implican mayores niveles de felicidad. A mí todo me hace pensar que dicha situación no sólo es verificable en Brasil, sino también en Chile.
Entonces descentralizar el país no debe ser una discusión sólo de las regiones, ni tampoco es una solicitud de asistencialismo. Simplemente se trata de crear un país más desarrollado. Para ello, no es necesario seguir un modelo donde el progreso sea medido con la vara con la que se suele medir, sino con uno que sea inclusivo y aúne las diferentes visiones de quienes habitan cada región, que además sea coherente con el objetivo nacional de avanzar hacia el desarrollo. Es decir, construir indicadores de progreso coherentes con las aspiraciones de cada región, aunque éstos sean diferentes en una u otra. Se trata además de redistribuir el poder, donde el primer paso es la elección de gobernadores regionales. Y también redistribuir geográficamente los recursos con una estrategia clara, de largo plazo, sin miedo a fomentar la actividad privada descentralizada reconociendo la vocación de cada región, pero con un Estado que regule eficazmente las irresponsabilidades sectoriales, y con la brújula puesta en redistribuir el bienestar a lo largo del país. O bajo la lógica de Lopes y Lemos, con la brújula puesta en redistribuir la felicidad.
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