Valdisney es el apodo que los torcedores del Verdao dieron las últimas semanas a Jorge Valdivia, nuestro Mago. Más que un apodo parece una analogía, más que un simple mote, parece una reflexión. Porque la razón de cualquier mago en el mundo es encantar a través de un truco, inventar una ilusión paralela a lo real en términos físicos, lo real en términos palpables. A Valdivia, el Mago, le vi cosas que estaban en ese umbral ilusionista. No hace mucho, contra Venezuela en el Nacional, cuando en ocho minutos metió tres pases entre líneas, dejando a los delanteros solos contra el portero llanero. Un poco más atrás en el tiempo, en el Colo-Colo exquisito del 2006, cuando la carga la llevaba Matías y Valdivia, el Mago hacía literalmente lo que quería en la cancha. Desde dejar sentado a Felipe Núñez en el Santa Laura después de amagar y amagar o mirar a una cámara y, como viajero en el tiempo, adelantar una expulsión futura. Y aunque sea obvio, el partido con Colombia, los pases, el gol, el bielsismo triunfante, Orellana dedicando el gol por las cámaras, el negro Palma recordando a su padre, el éxtasis, la confirmación en un partido de verdad, en un partido en serio que Valdivia podía, eso nada más. Pero, ¿qué era lo qué podía? No lo sabremos nunca.
Como en las películas de Disney, donde un grillo es tu conciencia o donde una marioneta se vuelve un niño de verdad, Valdisney creó una ilusión de que podíamos, con él como estrella absoluta, jugar de un modo, acelerar el juego donde la precisión y la profundidad son una sola. Imágenes televisadas nos mostraban a un jugador de dibujos animados. Una imagen cuadro a cuadro bajando una pelota en un partido contra Francia, es un ejemplo de aquello. Eso es lo que veíamos nosotros, no lo que nos mostraba el partido, sino la pantalla. La caja cuadrada, ilusionista e ilusionadora por antonomasia, dibujó a un hombrecito pequeño y frágil al que no le quitaban nunca el balón y por donde el fútbol nacía, fluía, libre, irreverente, universal.
Pero Bielsa, el sabio, siempre lo supo, 45 minutos y nada más. Él nada más es la realidad, la terrible realidad que nos llama a la puerta a cada rato, que nos interrumpe la película. Valdivia, Valdisney, sufría de sí mismo. Nunca entrenó como debía entrenar. ¿Para qué? Si no había nadie como él. En su edad, en su tiempo, en su división, no hay otro igual. De un modo transversal a todos nos tocó el privilegio de alguien así. Existe ese mito social, todos conocimos a alguien que era tan bueno para la pelota, que podría haber estado en el primer mundo futbolístico. Todos, sin excepción, jugamos con alguien que era igual o mejor que Maradona (en mi caso compartí cancha con un tipo que era conocido como “Garrincha”, no porque fuera cojo o alcohólico, sino por esa habilidad innata que sólo tienen los elegidos y Jorge Luis Valdivia Toro es un elegido). Todos esos quedaron en la nada, quedaron apilados en las canchas que circundan Américo Vespucio sur, porque no pudieron o no quisieron o no los dejaron, quien sabe.
A Valdisney, parece que nadie supo decirle que el fútbol, muy a pesar de él y de mí y de varios, dejó de ser una condición por sí mismo y se volvió de un modo irreductible en una necesaria y medida condición atlética. Nadie supo explicarle, en parte porque no hay por qué, en parte porque las escuelas de fútbol son fábricas de carne para el primer mundo, que el fútbol es más que pegarle a la pelota, para bien, porque es un medio -único quizás- para que un tipo como Alexis hoy tome clases de piano o para que Nelson Bustamante pudiera conocer la ópera, y para mal, porque sin una condición de atleta velocista o semi-fondista es imposible sobrevivir, ni el más talentoso entre los talentosos sobrevive si no es capaz de aguantar los noventa minutos corriendo dentro de una cancha.
Eso es lo que veíamos nosotros, no lo que nos mostraba el partido, sino la pantalla. La caja cuadrada, ilusionista e ilusionadora por antonomasia, dibujó a un hombrecito pequeño y frágil al que no le quitaban nunca el balón y por donde el fútbol nacía, fluía, libre, irreverente, universal.
He aquí entonces el Valdivismo, una enfermedad social. La enfermedad fabularia del superdotado. La enfermedad de que creer todo posible, por el solo hecho –ilusorio- de parar una pelota en cámara lenta y con flashes disparando al fondo de una noche iluminada por luces falsas.
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Herman Villagrán
Comparto casi plenamente con el análisis, salvo que siempre me pareció que Valdivia con una marca fuerte, prácticamente desaparecía de la cancha, tal vez por la misma razón atlética que mencionas.
Gran columna, espero que pueda seguir compartiendo sus análisis futbolísticos, faltan reflexiones más allá de los lugares comunes.
HAHG
Rodrigo no pudo reflejar mejor lo que es (o fue) Valdivia. Seguramente entre amigos o grupo de futboleros nunca faltó la ocasión en que nos hayamos referido a este ‘ilusionista’ y discutir y apasionarse y repetir que es de los mejores del mundo, que no quiso ser lo que pudo ser, comentar sus mejores jugadas por la Selección y terminar acongojado porque siempre pedimos más de él, porque siempre dio la sensación de que con él en cancha la cosa cambiaba..