Fue la última vez que vino a Chile como futbolista activo y demostró esa noche que bastaba un segundo, una pelota, un toque para callar un estadio, para revivir al barrilete cósmico de nuestra infancia.
Pelé es el mejor, esto no es una opinión, no está en discusión, es axiomático. Habilidad, dribbling, potencia, cabezazo, visión periférica y un largo, larguísimo etcétera. En palabras del flaco Menotti: “déjense de joder, Pelé era Di Stefano, Messi, Maradona y Cruyff juntos”. En boca de otro argentino con voz grave, “qué no iba meter ¿sabés lo que era tenerlo en frente? Tenía así (gesto con las manos) una espalda, era Myke Tyson” , Alfio Basile. Elías hizo la gran Elías, esto era, llevarse la pelota hacia su arco con el centro delantero detrás de él y cuando lo tenía bien cerca, picaba la pelota en sombrerito y salía jugando. Pelé lo sufrió, pero al siguiente córner, Elías sólo vio con el rabillo del ojo cómo la figura de O’ Rei se suspendía en el aire para clavar el cabezazo.
Pelé es el fútbol, nada más, pero nada menos.
Esta columna se titula Maradona y yo. La introducción sirve para clavar el dedo en los ojos de los maradonianos, ortodoxos ellos como los peores talibanes. Sirve también para aclarar que el Diego no es el fútbol, es el potrero.
A Maradona lo vi jugar en vivo y en directo el 24 de septiembre de 1997, en el monumental, por la fase de grupos de la desaparecida Supercopa sudamericana, torneo que se jugaba con los campeones de las copas libertadores pasadas. En aquella ocasión Boca traía un “equipito”, con nombres como Oscar Córdova, el patrón Bermúdez, Fabbri, el peruano Solano, Caniggia, Latorre y el Diego. Un eternamente joven y oxigenado Héctor “bambino” Viera dirigía a ese Boca. Colo-Colo ganó ese partido 2 a 1, pero es la anécdota, es un número para engrosar el ego colocolino. Eran tiempos de la inflación de orgullo, que llevó a los hinchas albos a gritar que el verdadero clásico lo jugaban con Boca. Tiempos también de la inflación económica, que llevó a los dirigentes del club a declarar la quiebra años más tarde y todo lo que eso trajo, Cajaravilla, “Tiburón” Verón incluidos.
Fui a ese partido a dirimir una vieja discusión casera, Pelé o Maradona.
Fui a ver a Diego, de casi 37 años. Había que verlo, como hay que ir a ver a Roger Waters aunque venga solo y esté viejo. Además, todo futbófilo que se precie de tal, debe tener una medalla así, aunque sólo sea parte de su memoria. Maradona jugó el primer tiempo, donde no le quité los ojos de encima, sabía que sólo jugaba un tiempo y no vi el gol del cabezón Espina porque estaba pendiente del diez, que vegetaba entre el área de Boca y el círculo central. No hizo mucho, pidió la pelota como siempre lo hacía, amagó, metió el pase entrelíneas para que se colara el mexicano Hernández que decretó el empate. Hizo un par de lujos, como hacer rebotar la pelota en su tobillo derecho engañando a Pedro Reyes. Tiró un caño, gesticuló como gesticulan los drogadictos, habló con el árbitro, reclamó cada cobro, alzó las manos en son de protesta. Y gritó el gol del mexicano como gritó el gol de Burruchaga en la final del ’86. A esas alturas de su vida, de su carrera futbolística, Maradona era eso, un compendio de sí. Un boxeador cansado y viejo que vuelve al ring porque le debe dinero a la mafia, a su ex mujer, a Don King o a todos ellos juntos.
A esa edad Diego Armando se había retirado del fútbol en dos oportunidades, se había desintoxicado (no rehabilitado) una vez, había dirigido a Racing y al Mandiyú de Corrientes, había jugado cuatro mundiales; con un campeonato, un subcampeonato, una expulsión en cuartos de final y el Nastizol mafioso de los yanquis y Havelange. Pero había que verlo, había que estar en el estadio ese día, mirarlo correr con la diez en la espalda, verlo aunque fuera una porción mínima del monstruo que había dejado de ser. Y de un modo, de una manera que percibimos quienes estamos habituados al fútbol, pudimos ver esa parte, una pequeña llama del fuego dorado del Diego que nos cegó durante toda la década de los ’80.
Aún con el cansancio del exceso, Maradona seguía siendo el distinto entre los jugadores que saltaron a la cancha. En él la pelota flotaba, era un globo imanado, que se le pegaba a los pies. De verdad, aunque parezca una ilusión óptica, el balón parecía más pequeño cuando pasaba por el “pelusa”. Sabíamos todos en el estadio que Boca perdía efectividad con él en cancha, porque no estaba para la competencia –todos sudamos cuando vino el cambio en el segundo tiempo y entró Latorre que movió el equipo como quiso- pero su sola presencia encandilaba. Fue la última vez que vino a Chile como futbolista activo y demostró esa noche que bastaba un segundo, una pelota, un toque para callar un estadio, para revivir al barrilete cósmico de nuestra infancia.
En ese partido supe dirimir, supe terminar una eterna discusión con mi viejo. El Colo-Colo versus Boca Juniors del ´97, sirvió para entender que el potrero tira, que el potrero no muere por más que los millones ensucien y humillen al más grande. El potrero, la metáfora de la inmensidad imaginativa con el balón -como la gorda- no se mancha. La cancha armada con arcos de piedra, dispareja, descuadrada, sin tribunas, sin representantes esclavizantes, sin publicidad estática en los bordes, sin los pelotudos arrimados en las rejas, sin las cámaras que ficcionan y vulneran la realidad de la pelota, sin el show, sin business, sin la fanfarria, la modelo o los falsos premios. Es ahí, es ese el verdadero templo, la cuna de los gigantes. En esa cancha multiforme es donde el fútbol es real y utópico a la vez. En los peladeros no hay tiempo que dosifique el juego, no hay paramédicos que sanen las rodillas peladas, ni que te observen con el ojo cuidador del inversionista. En la soledad de las tardes, en el viento que levanta la tierra, está el fútbol. Ese es el mismo potrero que Diego mostró al mundo y que esa noche de septiembre nos mostró por última vez.
Para ti, viejo querido, una frase que me robé: «Pelé es el mejor, pero Maradona es por lejos el más grande».
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