Escribo esto en momentos en que juega Chile. Se siente la vibración en el aire, el zumbido constante de las cornetitas plásticas, el entusiasmo y la tensión de quienes alientan a su selección. Yo, tengo que decirlo de entrada, no soy una de esas personas.
Debo ser la única en este país que no ve los partidos ni los verá. Me aburre el fútbol tremendamente, así como me aburre el tenis televisado tanto como un match de golf. Soberana lata, en resumen.
Hecho el alcance correspondiente –que no tiene que ver con no “comprender la dinámica del juego” – lo que verdaderamente me jode de todo esto no es convertirme violentamente en una minoría segregada en términos sociales. Lo que me jode es que toda esta buena voluntad que la gente legítimamente deposita en un juego, en un “sano deporte” sea excusa para negociados y vulneraciones que pasan coladas en la “fiesta del balón” (mención aparte para el festival de cursilerías que es dar tribuna casi exclusiva a los periodistas deportivos). Para no latear en exceso, y a riesgo de convertirme en columnista vetada por las hordas chovinistas, resumo en tres las razones que me conminan a mantenerme al margen del carnaval de pelotilandia.
“Entonces no erís shileno” (el opio del pueblo)
Las noticias súbitamente desaparecen del panorama mediático y a nadie le importa que Piñera siga sin vender Chilevisión, que el derrame de petróleo en el golfo de México siga creciendo o que en Europa se contraiga más y más el gasto social, haciendo que, nuevamente, el costo lo paguen las personas más vulnerables. Cualquier cosa puede posponerse. Por un mes y medio, el planeta no es más que un enorme estadio y, en Chile, eso implica que somos todos iguales porque gritamos chichichí lelelé. Que desaparecen las diferencias sociales. Que todos vibramos con una misma pasión. Que todos tenemos el corazón rojo. Y así, drogados de chovinismo, nos creemos el cuento de que el Presidente es de lo más popu porque pone una carpa de circo en zonas terremoteadas y marepoteadas, aunque la igualdad entre el que ve el partido en una mediagua y el intendente que partió a Sudáfrica no tenga nada de igual.
El equipo invisible
Las marcas aprovechan el propicio despelote identitario, literalmente, para hacer conveniente blanqueamiento de sus marcas. Geniales publicistas de todo el orbe acuerdan hacer comerciales sobre la hermandad, la amistad, la identidad, la felicidad y todo lo taquillero terminado en “dad”, como rentabilidad. Claro que en ese ejercicio plástico se encargan de ocultar muy bien los “ismos”. O sea: el consumismo, el cinismo, el sexismo y los brazos más oscuros del capitalismo. Uno podría preguntarse de qué selección serán hinchas los indonesios que trabajan para Nike, por ejemplo. Sólo que esta enorme masa de trabajadores –muchos de ellos, menores- subpagados y sobreexplotados son el equipo invisible en este juego. Y al calor del juego, marcas como esta abusan de nuestra sensibilidad contándonos el cuento de la superación y el esfuerzo que desemboca en la grandeza. Sus trabajadores, es cosa cierta, saben mucho de esfuerzo. El contexto híper lucrativo del mundial permite descaros como éstos, con deportistas que ponen la cara por causas que no son tales y gerentes que se llenan la boca hablando de su amor al desarrollo humano, ante nuestras narices. Quizás ese sea el más tremendo de los goles que nos pasan.
La aplanadora de la Fifa
Si para el amable e incauto televidente el mundial es sinónimo de diversión, para muchas familias sudafricanas que habitaban en lugares cercanos al epicentro del gran evento deportivo, ha sido sinónimo de desalojo. Entre las normas de zonas despejadas interpuestas por la Fifa y la presión sudafricana de hacer un mundial de primer nivel –aun cuando se trate de un país tan tercermundista como el nuestro – ha habido numerosos damnificados, cuyas viviendas simplemente han sido destruidas. Ello, sumado a otras violaciones a los derechos humanos en el país de Mandela, como el aumento del acoso a trabajadores informales y el acrecentamiento de la xenofobia.
Se podrá argumentar que nada de esto tiene relación con el juego mismo. Y será verdad. Pero lo cierto es que un evento que apadrina tanta impunidad no puede ser inocente.
Un evento que, antes que encuentro entre pueblos, es un gran negocio para algunos y una gran pérdida para los mismos de siempre, es una euforia tan ficticia como la pescá que nos venden haciéndonos creer que las cornetas y las vuvuzelas son diferentes.
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