Un minuto de silencio por todos los libros destruidos. Y un aplauso por todos aquellos que, sin importar el acoso a los que se les somete, ponen a disposición de millones de personas libros en internet que, de otra manera, se habrían perdido y nadie nunca habría leído.
Cuando era niña y tuve que leer Crónicas Marcianas de Ray Bradbury (tuve una muy buena y muy exigente profesora de castellano), el cuento que más me impactó fue «Usher II». Un amante de los libros, llamado William Stendahl, construye en Marte una casa siguiendo las pautas de La Casa de Usher de Edgar Allan Poe, con el fin de vengarse de aquellos que, en la Tierra, habían apoyado la quema de libros de ficción.
El hombre, decían, ha de afrontar la realidad. ¡Ha de afrontar el aquí y el ahora! Todo lo demás tiene que desaparecer. ¡Las hermosas mentiras literarias, las ilusiones de la fantasía, han de ser derribadas en pleno vuelo! Y las alinearon contra la pared de una biblioteca un domingo por la mañana, hace treinta años. Alinearon a Santa Claus, y al jinete sin Cabeza, y a Blanca Nieves y Pulgarcito, y a Mamá Oca, ¡qué lamentos!, y quemaron los castillos de papel y los sapos encantados y a los viejos reyes, y a todos los que «fueron eternamente felices», pues estaba demostrado que nadie fue eternamente feliz, y el «había una vez» se convirtió en «no hay más». Y las cenizas del fantasma Rickshaw se confundieron con los escombros del país de Oz, e hicieron unos paquetes con los huesos de Ozma y Glinda la Buena, y destrozaron a Polícromo en un espectroscopio y sirvieron a Jack Cabeza de Calabaza con un poco de merengue en el baile de los biólogos. La Bella Durmiente despertó con el beso de un hombre de ciencia y expiró con el fatal pinchazo de su jeringa. Hicieron que Alicia bebiera algo de una botella que la devolvió a un tamaño donde no podía seguir gritando «más curioso y más curioso» y rompieron el espejo de un martillazo y acabaron con el Rey Rojo y la Ostra.
Cuando lo leí, quedé estupefacta: ¿cómo alguien puede quemar un libro? Luego aprendí que es algo muy habitual. De hecho, la destrucción de libros es el peor genocidio cultural y el más habitual. Pero hasta hace unas horas creía que era algo que hacían las dictaduras, las guerras, los políticos malvados. No pensé que fuera una práctica habitual de las editoriales.
El Clarín de Argentina publicó el 23 de septiembre un artículo que está desatando una agria polémica, porque se van a destruir miles de libros. «Destruir libros: una política editorial que genera polémica«. ¿La razón? No se han vendido. Lo terrible (o más bien lo que es peor) es que «anualmente millones de libros siguen ese camino y desaparecen así las obras de gran cantidad de autores. »
¿Es que son libros de autores desconocidos? No. La Editorial Norma (famosa por ser la que publica mangas y comic) los destruye porque no les es rentable donarlos. Otras editoriales destruyen las copias anteriores cuando van a reeditar un libro, otros son los mismos autores quienes exigen que los libros no vendidos se destruyan, por cuestión de imagen.
¿Qué ocurre con esos libros destruidos? Pues pueden reciclarse para papel higiénico, o para hacer cajas o un asado… En vez de venderlos a precios más baratos, en vez de darlos a bibliotecas, millones de libros (y con eso el cadáver de millones de árboles) son destruidos por un asunto de dinero, contaminando de paso el ambiente. Y no hay forma de detener este crimen, porque las editoriales no declaran cuándo ni dónde destruyen los libros, no vaya a ser que llegue alguien a rescatarlos.
La ambición de las editoriales llega a ser descomunal. Y luego son ellas mismas las que más aúllan contra las descargas directas, interponiendo demandas y cierre de páginas. Pero ¿cómo vamos a conseguir algunos libros si ellas mismas los descatalogan y los queman? ¿Cómo vamos a comprar libros si cuestan tan caros y las editoriales prefieren destruirlos antes que rebajar su precio?
Un minuto de silencio por todos los libros destruidos. Y un aplauso por todos aquellos que, sin importar el acoso a los que se les somete, ponen a disposición de millones de personas libros en internet que, de otra manera, se habrían perdido y nadie nunca habría leído
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