Viéndome al espejo, no sé si ponerme a reír o a llorar. Tenía los ojos muy morados y mi camisa nueva rasgada. Nunca pensé que una pequeña diferencia de puntos de vistas relacionados a qué lugar ir en esa tarde, acentuadas por los posteriores tragos, terminaría de esa forma.
No fue violencia. Creo que fue solamente una expresión de ira que no se pudo controlar. Parte fue mi culpa por seguir la discusión. La calle puede ser violenta, pero cuando es en el mismo hogar donde, en medio de las pasiones, se desata el huracán, no es fácil controlarse.
Todavía sentía el fuerte dolor de cabeza debido a los golpes y terribles nauseas me inundaban el interior. Fue en ese momento que vomité. Puse mi mano en la boca y el líquido viscoso terminó desparramándose por todos lados. Me senté en la cama y reflexioné la razón de mi equivocación. Seguramente cometí alguna expresión excesiva de ternura. Pueden ser las llamadas constantes del celular, deberé apagarlo para no molestar. Yo sé que ella se puede controlar.
Tiene sus problemas. Tantas complicaciones debido al trabajo y a los comentarios sobre su vida pasada estresan a cualquiera. Hay que ser positivo en los temas del amor. Dios quiere que estemos juntos, lo juramos ante el sacerdote y hay promesas que no deben romperse.
Cuando oí sonar el celular, corrí, ya que no me había quedado en la casa, pues sabía que eso llevaría a más complicaciones. Lo dejé sonar por mi estado de mareo. Al ir me resbalé en el vómito, cayendo de bruces. Rompí la mesa del motel donde había ido a serenarme.
Sonó nuevamente y esta vez estaba encima de él. Con sollozos me explicó que eso era parte de su carácter y que yo cometí el error de llevarle la contraria. Me replicó que así la había conocido y no cambiaría su forma de ser. Guarde silencio y acepté lo racional de su argumento.
En ese momento, vi correr un hilo de sangre de mi ojo. El golpe morado parece que se había abierto. Le comenté el tema y me dio el número de un taxi. “Ellos te pueden llevar a dónde quieras”, me dijo. “Felicidades por arruinar la noche”, refutó.
No fue violencia. Creo que fue solamente una expresión de ira que no se pudo controlar. Parte fue mi culpa por seguir la discusión. La calle puede ser violenta, pero cuando es en el mismo hogar donde, en medio de las pasiones, se desata el huracán, no es fácil controlarse.
En mi mente, giraban los buenos momentos. “La negatividad no conduce a nada”, reafirmé. Las largas noches juntos siendo uno, su respiración latiendo sobre mis labios, sus piernas apretando, siempre apretando cuando ponía mi rostro en su centro. Esas imágenes me impulsaban a luchar por nuestro amor.
Al subir al taxi, el conductor me miró por el retrovisor y me preguntó qué me había pasado. Le expliqué sobre los accidentes que suelen suceder, él observó y guardó silencio.
Llegando al hospital, me pusieron varias puntadas sobre el ojo. El médico me explicó que estos casos debían ser reportados a las autoridades, le pedí que no lo hiciera. “Debe guardar reposo acá, no puede irse sin otros exámenes, ya que no podemos darnos ese lujo. Es por su propia seguridad”. Le traté de narrar mi historia. El doctor dio una señal y en menos de cinco minutos estaba acostado en una cama junto a otros enfermos.
A la mañana siguiente, me sentí un poco mejor, no tenía nauseas ni sensaciones raras en mi cabeza, solo los dos ojos morados, que me hacían parecer un mapache. Sonreí al verme al espejo. En ese instante, sonó el celular y su voz me despertó de mi estado de somnolencia.
Ella me preguntó en dónde me encontraba para ir por mí, pues ansiaba llevarme a casa. Respiré con profundidad, mientras su soneto suave me narraba sus inconveniencias sobre esa noche. Que su mano estaba llena de moretones pequeños. “Un error lo puede tener cualquiera y lo que hiciste ayer no volverá a suceder. Yo te amo, pero debemos reformular nuestra relación, no puedo pasar de nuevo por este tipo de situaciones por tu culpa”, resumió. Guardé silencio por un instante, el más largo instante de mi vida, y le pude decir con, el más sincero amor, que se podía ir a la mierda.
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