#Cultura

Sidosos y borrachos (cuando gane la revolución, ¿quién va a trapear el baño?)

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El martes pasado apareció en un diario de circulación nacional –que tiene una ex sede botada a un costado del Palacio de Tribunales y cuyo cuerpo de Artes y Letras es cada vez más fome– el tipo de reportaje en apariencia inofensivo que esconde varios de nuestros más sentidos prejuicios. “Trabajos y profesiones influyen en la causa de muerte” decía el título y, cómo no, citaba un estudio universitario y “agencias”, quizás para delimitar su decisión editorial de publicar esas sandeces, como si en una fiesta la responsabilidad de la música no fuera del disk-jockey, sino que de los artistas que cantan la música envasada. Las conclusiones de los destacados académicos eran bastante similares a las que se obtendrían, sin marco teórico ni metodológico, en una sobremesa con comensales de esos que piensan que los pobres son flojos, los judíos tacaños, los milicos tontos, los ingleses elegantes y los homosexuales promiscuos.

El “Consejo de investigación médica” de Southampton, concluyó, entre otras cosas, que modistos, diseñadores y peluqueros tienen nueve veces más posibilidades de morir de sida que el resto de la gente y que cocineros, empleados de bares y pintores tienen dos veces más de posibilidades de morir de alcoholismo comparado con la normalidad de la humanidad. Lo más absurdo es que no sólo se contentan con constatar, sino que además pretenden sacar conclusiones a nivel normativo, tales como “aplicar políticas que mejoren su seguridad y productividad”, o “brindar información acerca de prácticas sexuales seguras en el lugar de trabajo”.

Entretanto, aquí en el centro de Santiago, de tanto errar por sus calles he empezado a cultivar relaciones amistosas y honestas con una serie de personas que trabajan en cosas que difícilmente consentiría en hacer. Sólo en el Paseo Huérfanos, entre Bandera y Morandé, me saludo diariamente con Manuel, que es mi lustrabotas, Hernán, vendedor callejero de maní, Israel y Juanito, los barman del Bar Nacional y Verónica y Mylka, a cargo de los expresos y los cortados en el café Haití.

Manuel lustra los zapatos por 350 pesos el par, se dedica a los caballos con más esmero que el narrado por Charles Bukowski en sus diarios y trabaja varias horas al día a merced del frío y el calor, agachado frente a clientes que se entretienen con La Cuarta. Hernán también está en la calle, aunque sentado en una posición más confortable. Tiene pocos dientes y nada parece alterarlo. Israel y Juanito son bastante más joviales, y entre sueldo y propinas paran la olla sin demasiados apremios, aunque hay que ver cómo hacen para transitar por un espacio tan estrecho, siempre de pie, con el pulso a tono y la servicialidad como estandarte. Todavía mejor en el ítem propinas les va a Verónica y Mylka, aunque en el caso de ellas su vestimenta las haga presa fácil de una bruma de lascivia que no las toca, pero las sitúa –en algunas miradas– en la posición de la mercancía.

Hace un tiempo, en una discusión sobre estos asuntos, alguien recordó una frase al parecer famosa que desconocía: “cuando gane la revolución, y seamos todos iguales, ¿quién va a trapear el baño?”. La pregunta es tramposa, porque su acaecimiento nunca será como se describe en el supuesto, pero pone un punto sobre la mesa que es relevante: todos estos paladines de la competencia que abogan porque gane el mejor, en un ambiente de igualdad de oportunidades que propicie “diferencias deseables”, ¿pensarían igual si fueran ellos los que lavan los platos?

Todos los trabajos son igual de dignos, y uno puede ser más o menos feliz haciéndolos en tanto obtenga una renta atractiva, o le parezca entretenido o desafiante, o, lo más importante, le encuentre algún sentido ulterior a su mera ejecución, algo trascendente. De todos estos requisitos, el único objetivo, cuantificable, susceptible de políticas sociales, es el de la remuneración. Nuestro sueldo mínimo es vergonzoso, y lo que gana una buena parte de nuestra fuerza laboral también. El 70% de los pobres de la encuesta Casen tienen trabajo y, a pesar de trabajar, siguen siendo pobres. Así, no dan ganas de trapear el baño. 

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Foto: Alcoholic – HikingArtist / Licencia CC

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