Los disparos a los lejos se mezclaban con la fuerte lluvia. Parecía que sería una de esas noches violentas. Carlitos todo el día tuvo esa picazón en el codo. Una señal irrefutable que la cosa andaría muy mal en su barrio. Estaban acostumbrados a vivir en el miedo y el desconcierto, y dejaban pasar estas situaciones entre rezos, pidiendo que no entrara una bala perdida que les significara ser una estadística más o un titular de un periódico.
La última bala que visitó sin permiso una casa cercana solo recibió una visita judicial, 100 pesos para el sepelio, unos cupones para un supermercado y las condolencias por la televisión de funcionarios bien vestidos. La familia del finado emigró y repartió los cupones entre los amigos.
Los padres de Carlitos se dieron cuenta que estaban abandonados y que solo tenían el blindaje de la protección divina. Carlitos, como le decía la abuelita, no sentía mucho miedo, pues su preocupación inmediata era comer. Era muy gordo para su edad. No le importaba mucho su salud y menos las recomendaciones médicas.
Comía, podría asegurarse, como un cerdo. No le bastaba con devorar la comida de su casa. En las noches, se escabullía vestido de mujer y entraba a otras cocinas para saquear los refrigeradores. Esto llevó a que varias veces intentaran lincharlo. La madre salía en su defensa, suplicando que comprendieran que la culpa no era de Carlitos, sino del sistema social injusto donde su vástago había crecido.Un tarde al regresar de comprar licor y drogas encontró vacía la casa. Preguntó por sus padres a medio barrio y nadie le pudo decir lo sucedido. De esa forma, Carlitos se quedó sin nadie a quien desangrar con el argumento del ser un pobre y triste gordo.
Y de esa forma, Carlitos, continuó robando y engordando sin límites. Después de tanto atiborrase sintió la necesidad de alimentarse de sustancias que le proporcionaran más placer. Fue ahí que se metió en las drogas.
Su día iniciaba con una cerveza bien fría y tres líneas de cocaína. Sentía que era parecido a un caviar blanco y al más fino vino francés para su gusto. “Esto es vida, señores.”, pensaba al mismo tiempo que se chupaba sus inmensos dedos. Pero hasta la mejor de las vidas se acaba tarde o temprano.
Un tarde al regresar de comprar licor y drogas encontró vacía la casa. Preguntó por sus padres a medio barrio y nadie le pudo decir lo sucedido. De esa forma, Carlitos se quedó sin nadie a quien desangrar con el argumento del ser un pobre y triste gordo.
Recordó a un buen amigo célebre por sus ideales racista. Un letrado neonazi que había adquirido propiedades por sus negocios con filibusteros de la zona y por ser un proxeneta de viejos pervertidos de los barrios altos.
Fueron una mancuerna. Como la gente puede ser muy ignorante y olvidan las andanzas de ciertos malandrines, pronto se convirtieron en señores de bien en medio de tanto mal. Pusieron un estudio de fotografía y mientras Carlitos tomaba fotos con una cámara robada a jovencitos varoniles, Ludovico declamada sobre la pureza racial en los “malls” a decenas de compradores compulsivos.
- “Que rico es sentirse admirado por estás personas flacas y sin sabor”, le decía Carlitos a Ludovico.
- “No te apresures mi obeso y sensual, Carlitos. Vienen fiestas mejores en medio del caos”, le respondía Ludovico al mismo tiempo que pesaba droga en una báscula.
Cierta noche salieron muy tiernos ambos de su residencia de marfil, después de haber estado jugando a ser Valquirias. Debían recibir un cargamento de drogas en una clínica de un dentista. Carlitos no conocía al sujeto y Ludovico le calmó con un beso tierno.
En el estacionamiento, Ludovico le obligó a quedarse en su auto y subió donde su contacto. Pasaron minutos y horas. Carlitos decidió ir al consultorio a buscarlo. Para su mala suerte el ascensor estaba malo y le tocó subir hasta el décimo piso, y maldijo su peso en todo el ascenso hasta llegar a la puerta del susodicho doctor.
Tocó el timbre. Le puerta se abrió lentamente y un sujeto asomó el rostro. – “Vengo a ver al doctor” , dijo Carlitos. El sujeto lo observó de arriba y abajo, y le respondió con un gran sonrisa. “Pasa adelante. Se acabó la fiesta, gordito.”
“Más respeto, caballero…” vociferó. Antes que pudiera moverse, tenía en la boca un cañón de un fusil recortado. Lo sentaron junto a Ludovico que no decía ni una palabra. El sujeto del fusil los observó.
- “Bueno que tenemos aquí. Carne fresca para el asador.”, les afirmó.
- “No mi buen señor. Estamos seguros que está es una equivocación, un terrible malentendido. Yo solo iba pasando a saludar a un amigo”, le juró Ludovico.
- “Yo venía a revisarme los dientes”, interrumpió Carlitos.
- “¿A la tres de la madrugada, gordinflón?”, le cuestionó el sujeto armado.
Sonaron disparos en la habitación continúa. Se escucha el golpe sordo de un “algo” al caer. Abren la puerta, un segundo sujeto armado hasta los dientes y ese “algo” es el dentista con medio rostro fuera de su cráneo.
Ludovico comienza a llorar y gemir. Carlitos defeca sus pantalones. El segundo sujeto los señala con su dedo y les dice: “Yo a vos te recuerdo del mall y a ti gordo de mierda por haber vaciado mi refrigerador más de mil veces.” Ambos sujetos se ríen sin parar. Sus carcajadas envuelven la habitación completa. Carlitos y Ludovico se toman de las manos.
Al día siguiente, una muchedumbre se apretuja para ver unos cuerpos colgados en la pared de la iglesia del barrio. Se aproxima Ludovico a Carlitos, quien toma fotos, y le repite: “Viste que te dije que vienen fiestas mejores en medio del caos”.
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