Sintió envidia del vapor que se unía con el aire y de las aves que convertían al cielo en su amante. Ella pensó que no podría superar la emoción la cual a cada momento la convertía en sentimientos de libertad. El latir de su corazón la despertó, tenía tiempo de no sentir ese golpeteo en su pecho. Le impactó haber sobrevivido a sus propias desdichas, las cuales las conocía, sin embargo las aceptaba como una sentencia.
Los edificios la cubrían con sombras y odiaba a las otras personas que miraba besarse en los parques. No por envidia. Ambicionó salir corriendo de esa realidad heredada y morir en los abrazos de una fría cama, antes de amar otra vez. El murmullo de los bosques la acompañó hacia un gran árbol sin nombre. Un corazón dibujado le molestaba su atención. Cogiendo una piedra, borró su apodo “Pelirroja” ese nombre no tendría exposición en el tosco corazón arbolario y así liberó su alma del pasado. Ahora ya no tenía su nombre. Su cabello rojo como fuego subió al cielo y calentó la atmósfera fría. A kilómetros lo pude ver desde el mirador de mi viejo departamento y supe que por fin cortaba con roja sangre toda esperanza de volver al pasado.
“Háblame. No guardes silencio. Solo fue un conquistador. Dame una moneda”, le dijo un vagabundo que la despertó de su sueño. Dormía en una banca del Parque Imperial cubierta de hojas. Sus ojos clavados en el cielo sin aves y de dos soles, remediaron, por un momento, el remordimiento de saber que sus días, como ella los conocía, tenían un cierre de telón.
Recordó aquel día de su juventud, en una fiesta, cuando sin querer chocó con una puerta de vidrio. La vergüenza la invadió y solo quería desaparecer en medio de las risas de burla de sus compañeros de colegio, prometiéndose ahí que no sería objeto de mofa jamás.
Ahora esas imágenes la marcaban de nuevo al caminar por las mojadas calles invernales del pueblo. Un ridículo sin posibilidad de esfumarse. Fijó su mirada en los hilos que colgaban de su cuerpo y la hacían moverse cuando no lo deseaba; como un títere sin gracia o un mimo aburrido.
Desde su adolescencia fue guiada por los caudales de los que dirán sin la oportunidad de opinar ni pensar. En aquellos tiempos, le parecía cómico burlarse de los inadaptados de negro, quienes llevaban abrigos largos del mismo color. Ellos evitaban el alboroto y jugaban con ranas y ratones feos. Le parecían patéticos. Su meta fue fijar su amor bello en alguien que le cantara canciones famosas y le ofreciera ofertas sacadas de la televisión. Con la promesa de “ The sun always shines on TV.”, una canción que permitió hacerle pensar que no tenía la oportunidad de ser feliz con lo anormales. Solamente con las personas comunes y felices de los cuentos leídos por su madre a la hora de dormir. Príncipes que habitaban en sus metas sentimentales, hasta que se dio cuenta, con golpes de un puño cerrado el dolor de la verdad.
Separada así del cariño violento, meditó sobre aquel día que encontró en su casillero una rosa pintada de negro con un papel que decía “ tu cabello rojo es mi resurrección y circula por mis venas”. Lo lanzó al cesto de la basura reciclable y aprovechó el momento para burlarse del tonto capaz de semejante regalo tan fuera del gusto normal… Así forjó su vida y al llegar el momento unió su vida normal al más normal de los famosos del colegio. Su mayor felicidad. Su príncipe de cuento narrado en la infancia por su vieja madre. Hasta que un día, las cosas no salieron bien. Los golpes en su maquillaje la despertaron a la realidad, los golpes le descubrieron frente al espejo los besos rudos y fuertes del príncipe soñado.
Ahí pensó y, por un momento, después de años de normalidad, un lapso de realidad la despertó de la calma, de la historia de amor, del golpe en el vidrio y de ser una chica ideal.
Quería morir en los brazos de una fría cama, y liberarse hasta de su nombre y de su alma quebrada por las estaciones del pasado.
Tomó su memoria y se paró frente a una línea del tren. Vio pasar al monstruo metálico de las cinco frente a ella. Su vestido blanco volaba por el viento y sus blancas piernas soportaron el ventarrón. Extendió los brazos y grito que se quería ir en ese momento, con las neuronas confundidas por la heroína del cuento. Su egoísmo le hizo recapacitar de querer pasar al olvido insanamente. Volvió a su castillo y en una vieja maleta color azul puso todas sus fotos nuevas. Corrió por la calle de Las Realidades con la única idea de borrar con una piedra su apodo “Pelirroja” del viejo árbol grande del Parque Imperial. Así lo hizo.
Desde mi azotea la vi. No importaron los kilómetros. Su cabello rojizo como fuego calentó el invierno a su mitad. Supe que era ella. Como no lo iba a saber. Todavía el sonido ardiente retumbaba en mi sed olvidada de juventud. La observé chocar con el vidrio en esa fiesta aburrida que asistí por error de cálculo. Fueron dos días los que me tardé en pintar esa rosa de negro; más de una semana tratando de escribir una frase como “tu cabello rojo es mi resurrección y circula por mis venas”. Esto me costó burlas de todo el grupo que la miraban a ella como el enemigo a quien debería evitarse para no contaminarse de una peste de estupidez. Pero para mí, en su cuello y cabello que se elevaba al cielo, estaban todas las opciones que mi razón me dictaba como algo emocional y extraño. Esa diferencia me atraía como las polillas a la luz falsa.
Meditó sobre aquel día que encontró en su casillero una rosa pintada de negro con un papel que decía “ tu cabello rojo es mi resurrección y circula por mis venas”. Lo lanzó al cesto de la basura reciclable y aprovechó el momento para burlarse del tonto capaz de semejante regalo tan fuera del gusto normal.
No importaban los años, ni la rosa negra en la basura. La “Pelirroja” era mi oscuridad incompleta en medio de las poses de moda que adoptábamos en medio de la marginación de la normalidad. Y leí en su expresión de dolor al chocar en ese vidrio, el mismo miedo al rechazo que todos sentimos en algún momento. Eso nos unía. El horror al pensar que lo que hacemos no será aceptado por los demás.
Años rotos y pesada espera, hasta cuando la percibí en la vieja discoteca de los suburbios como conocida como la nueva Blondie. Su pelo de sangre vital saltaba en medio de los grupos. Su baile se miraba en total libertad.
Respirando profundamente, me acerqué.
-Todavía uso el abrigo negro y colecciono rosas negras, Pelirroja.
-Ya no me dicen Pelirroja, ahora mi nombre es otro. Cualquier nombre me gustaría. ¿Todavía mueres cada día?
– No, le aseguré. Ahora muero a cada momento, pero creo en la resurrección en ese mismo instante.
-Hay tiempo para irnos juntos con nuestras voces esta vez.
-Siempre es un buen momento para equivocarnos-, le sonreí.
La sonrisa mutua nos dio la oportunidad, por lo menos por esa noche, de incendiar las rosas negras y la cama. Sus líneas de expresión están en mis sombras, esperando que el rojo amanecer de sus cabellos nos obsequien la oportunidad de irnos al mismo tiempo directo al infierno.
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