Este poema lo escribí hoy, en la tarde. Pensaba en que alguna vez una psicóloga me dijo que rescatará a esa niña que estaba en mí yo interno. Que la consintiera, que la atesore, y me mirara al espejo y me reconociera en ella. Fue un tiempo entre los cuatro a siete años aproximadamente, en qué viví en un sector rural de Ancud. Se llama Quetalmahue. Mi madre Eliana estaba a cargo de una Posta médica rural y salía a visitar enfermos a caballo. Mientras, a mí me cuidaba una nana -que más bien se dedicaba a pololear que a cuidarme-.
Mi papá Sergio trabajaba en la cuidad y viajaba los fines de semana a casa. Él era quien me sacaba a las pampas a recorrer el bosque, y me enseñó a comer ostras, almejas, pescados, murras, calafates, nalcas.
Mientras pasaban los días yo jugaba con pololos, unos bichitos verdes que había en un estanque de agua. El vecino tenia chivos y cabras y yo me entretenía poniéndoles mi ropa a ellas. Mis primas Marianela y Adriana también acompañaron ese tiempo de infancia. Luego de eso mi madre enfermó de esquizofrenia y todo cambió.
Aunque ella siempre se preocupó de que fuera feliz, luego vino un tiempo duro al crecer. Ahora lean mi poema.
Quetalmahue
tu aroma a bosque me lleva por recónditos
espacios de arrayanes rojos
aquellos árboles son cruces pintadas
en el paisaje sagrado
Mi árbol
único en la tierra que visito
imagen de un rostro que parpadea con el viento
Flores blancas, cúspide,
delgado, esbelto
Siempre
agua verde en los pozos de la lluvia
Helechos crespos silenciosos
como pájaros
sin voz
Aquellos sin voz se durmieron en mi pecho
Se acurrucaron en la blandura de mi piel rosada
Se detuvieron allí como lo hicieron los flamencos
En todos los instantes teñidos de atardecer en Quetalmahue
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