El humor negro nos permite soportar realidades que de otro modo se nos hacen indigeribles, y la mayoría disfrutamos de él a diario. Vivir en una democracia significa, entre varias otras cosas, estar dispuestos a soportar un cierto nivel de agresión, y determinar los límites en los que esa agresión resulta tolerable. Una sociedad de ofendidos es tan insoportable como una de chistositos. Los talibanes y santurrones de lo políticamente correcto pueden terminar por transformar sus objetos de protección en incapacitados y desvalidos.
El enojo de Andrés Caniulef produce un juego de máscaras caro a nuestra opinión pública. Evadimos el problema principal –la situación al sur del Bío Bío– para discutir de manera ensombrecida y retorcida eso mismo, cobijados en un conflicto lateral. Recuerda lo de 1979, cuando el niño Rodrigo Anfruns desapareció. El drama de miles, invisibilizado en primer lugar por el mismo diario que hoy, quiero creer que de buena fe, le da tribuna a Caniulef, se representó involuntariamente en la angustia de esos padres. Aun hoy, no recordamos que vivimos en uno de los países más desiguales del mundo si no es acotado a un candidato presidencial que ve en Maipú una versión empeorada de Sodoma y Gomorra.
Acabo de bromear, utilizando la exageración, para referirme a un video que es como para llorar, el de Golborne. Le comento, con el tono de voz más impostado que puedo, a una querida amiga maipucina que no sabía de los peligros que había pasado cuando chica, y ella me dice que se quiere ofrecer de rostro de campaña. Nos reímos de buena gana, juntos. Lo claro es que no podemos vivir sin humor. Nos permite soportar una vida que constantemente nos defrauda, es un antídoto diario contra una cotidianeidad que horada. Soportamos a un espécimen como Piñera porque nos podemos reír a mandíbula batiente de él. Nos burlamos que pronuncie horriblemente mal, de que se equivoque frase por medio, de que tenga tics, de sus brazos cortos, de que usa zapatos con terraplen porque no acepta su porte, de que su señora a veces habla como si se hubiera tomado un par de tragos. Las generaciones que vivieron la dictadura encontraron solaz riéndose de los martes de Merino y en el analfabetismo funcional de Pinochet. Por eso es que, en defensa del derecho de reírnos siempre, incluso cuando todos estén tristes, debemos defender a Yerko. Y la mejor forma de defenderlo en este caso es reconocer que se equivocó.
Lo único que resulta inexcusable en el humor es que no nos haga reír. Lo único que jamás se le puede perdonar a un chiste es ser fome. La fomedad despoja a la ironía, dejándola como mera ofensa. El error primordial de Yerko al referirse a Caniulef es haber sido aburrido. Decir que un homosexual sueña con morir como Caupolicán es repetir una talla que podría haber dicho Hermógenes con H o los Indolatinos hace 30 años.
Se defiende mal Alcaíno cuando dice que se ríe por igual “del dueño del canal, de un ministro o de Caniulef”. Reírse de un poderoso no da derecho a reírse de un débil. Así como es valioso burlarse de un multimillonario, es un acto de barbarie reírse de un pobre. Ambas acciones no se suman ni se restan. No es lo mismo reírse de alguien que de la condición de alguien. Sin haberlo visto más que en pantallazos, Caniulef me parece un personaje digno de risa, más allá de su tendencia sexual o su ascendencia. Su forma de ejercer el periodismo de espaldas a la nobleza de su oficio, de frente a estrellas fatuas, su pasión por el oropel, por el terciopelo de mala calidad, lo hacen caricaturizable. A diferencia de otro columnista en este mismo espacio, no me produce ninguna impresión especial que se vista como se viste o que frecuente o no las playas de Miami. Él tiene todo el derecho a manifestar su malestar como víctima, pero ese rol no va a cambiar lo que él representa, el absoluto descompromiso por su entorno. Del mismo modo, el rol de Alcaíno no va a cambiar por su puntual rol de agresor en este caso, y así lo han hecho ver distintos dirigentes mapuches el día de ayer. Las personas son lo que hacen, no lo que dicen. Alcaíno hace, Caniulef dice.
El humor que practicamos en privado no es el mismo que exhibimos en público, y está bien que sea así. La burla en un living se somete a otra vara que la que se dice frente a millones de personas, y Yerko juega con ese límite. El humor está hecho de oportunidades, y claramente no era esta la semana para ridiculizar a los mapuches. Pero, no nos engañemos, el buen humor casi siempre es negro, se basa en prejuicios, ofende. El humor negro nos permite soportar realidades que de otro modo se nos hacen indigeribles, y la mayoría disfrutamos de él a diario. Vivir en una democracia significa, entre varias otras cosas, estar dispuestos a soportar un cierto nivel de agresión, y determinar los límites en los que esa agresión resulta tolerable. Una sociedad de ofendidos es tan insoportable como una de chistositos. Los talibanes y santurrones de lo políticamente correcto pueden terminar por transformar sus objetos de protección en incapacitados y desvalidos. Con sus consignas impolutas eliminan cualquier posibilidad de matiz, de punto medio, de contrapunto. Yerko es a veces genial y a veces torpe, a veces valiente y otras tantas se deja seducir por el chiste fácil y la víctima indefensa. Se condena a Alcaíno mientras a diario soportamos violencias mucho peores contra toda clase de minorías. Lo que es claro es que nos pone de frente a nuestra infinita hipocresía, y al parecer esta semana no nos gustó lo que se vio en el espejo.
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