Para entender esta columna es preciso realizar una definición conceptual de los asistentes a un estadio de fútbol. Esta definición, como tal, es generalizada pero funcional para situarse en el lenguaje de lo que se desea transmitir. Entonces, tenemos al “espectador” que pocas veces asiste a la cancha, menos entiende el juego, pero su poder económico le permite comprar entradas para ver a la Selección y/o un concierto, según mejor le plazca. Existe, también, el “barra-brava” que sigue a su club más que a la Selección (grupo digno de análisis, pero que no se hará en esta ocasión). Y el “hincha” seguidor de un club, de la Selección y del fútbol en general, que no homologa ir al cine con el estadio, al contrario, comprende o no, que este último es un acto de pura emocionalidad, que se representa en su canto, salto, grito.
Fueron muchos años. Demasiados ataques desde quienes tienen poder hacia el “hincha”. Fusionados los intereses políticos y económicos, que son los mismos, encontraron en el periodismo deportivo el canal por donde trasmitir su mensaje: el fútbol es un espectáculo y, como tal, se debe pagar por él.
La Copa América de Chile, símbolo máximo de la discriminación económica del hincha por los altos costos de las entradas, generó las condiciones para visibilizar este fenómeno. Impactado por el nulo apoyo entregado por los espectadores, e incluso pifias durante el partido ante México, el capitán de la Selección chilena, Claudio Bravo, agitaba las manos y arengaba, sino desafiaba, al espectador para que se comportara como hincha de fútbol, cantando y alentando cuando las cosas dentro de la cancha no son favorables. Es que claro, acostumbrado a pagar por un producto, el espectador al sentir que la promesa de éxito no se está cumpliendo, exige como buen cliente a través del reclamo.
Lo que tenemos en la actualidad no es azaroso, responde a una maquinaria que ha intentado con éxito alejar a los sectores populares de las canchas de fútbol (más en la selección que en los clubes). Esto se desarrolla a través del incremento del costo de las entradas y la pérdida de beneficios para quienes funcionan por lógicas ajenas al mercado (socios, por ejemplo). Se debe, en parte, a dos razones: a) por un lado a la imagen ya generalizada del pobre como un incivilizado altamente propenso a la delincuencia y violencia, que es necesario ya no solo segregarlo en su lugar histórico, la galería, sino impedirle el acceso total al estadio (como hincha, vendedor, etc.); b) la apropiación del futbol en su vertiente económica por parte de los grupos de poder, es decir, como dueños de los clubes y como espectadores, no como jugadores. Claro, esa actividad se la dejan a la bestias surgidas desde los mismos grupos que detestan.
Lo que tenemos en la actualidad no es azaroso, responde a una maquinaria que ha intentado con éxito alejar a los sectores populares de las canchas de fútbol.
No obstante, fue el otro elemento noble de fútbol, aparte del hincha, el jugador de fútbol, quien en un acto de complicidad total reclama la vuelta de un modo de vivir el juego. Es que esto es la vuelta de él, el mismo como sujeto al estadio, todo jugador fue y es hincha, y todo hincha quiso ser jugador, el talento decidió el orden de las cosas.
El año 2008 consultado por el rol que le atribuía al público del estadio Marcelo Bielsa respondió en conferencia de prensa: «Hay una canción hermosa que dice ‘cuando el equipo anda mal, la hinchada lo hace ganar‘. Eso no lo escuché en ninguna parte del mundo». Algo sabía “El Loco”.
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