La princesa de hielo se sujetaba a los barandales congelados de la terraza de su castillo. Hace años se había exiliado por su decisión a vivir ahí. Observaba como su aliento dibujaba cristales de hielo en el aire y caminaba por los senderos llenos de espigas saturadas de un manto blanco que llegaban hasta las orillas del mar. Siempre se deslizaba por el aire por ese espacio donde el silencio amansaba cualquier desorden. Sonreía al ver las hadas y duendes, compañeros de sus juegos infantiles.
Era tan bella. Su cabello blanco y su rostro tallado por los vientos del sur inspiraban a los faunos albinos a escribir sobre los lagos congelados su nombre cada día. Sus ojos verdes se transformaban en tormentas cuando contaba historias a las flores cubiertas de escarcha. Narraciones de su pasado que había enterrado en lo profundo de las catacumbas de su memoria.
Una tarde al recorrer los senderos le llamó la atención una extraña imagen. Un gran cono de fuego emergía desde al mar entre llamaradas rojas y piedras incandescentes. Una pequeña isla surgía a poca distancia de su hogar. Lava era expulsada desde un pequeño cono en la parte lateral del pedazo de tierra. Su miedo no heló su sangre, pero su corazón sintió temor al ver la furia y el odio de esas llamaradas que salpicaban la piel de los mares de su propiedad.
— ¿Cómo puede un color tan extraño mostrar tanta fuerza?, se preguntaba rodeada de hermosas aves del paraíso.
—Princesa, no debes preocuparte. Lo que siempre es desconocido puede causar temor. Yo lo siento ahora, no obstante solamente es una isla que nace. Tu sensibilidad no debe alterarse-, le explicó su fauno preferido.
—No quiero ver más esta escena. Ustedes deben hacer algo. Mi alma me dice que nada que emerja con esa ira roja puede ser bueno para nosotros.
El fauno levantó sus hombros y agachó la cabeza sin saber que responder. No podía hacer sentir a su princesa mal y le dolía verla turbada.
Pasaron 6 meses y cada día era más grandes las columnas de humo que nacían junto a la lava roja. La isla iba sacando más su rostro desde la profundidad del mar blanco.
En una tarde, nuestra princesa de hielo caminaba por los bosques cuando comenzó a ver que las aves que siempre le dedicaban sus trinos comenzaban a caer desde los cielos. Miles de ellas se precipitaban desde las alturas como ángeles caídos. Sin pico y ojos, los pájaros venían muertos antes de golpear el suelo.
La princesa estaba horrorizada por la escena. Este mal augurio sucedía todos los días en la tarde y eso puso en alerta a los faunos quienes trataban de brindar consejos y apoyo a la princesa.
El consejo de su pequeño reino le explicó que era una brujería realizada por los demonios que seguramente vivían en la isla. “Esto lo leímos antes”, dijo su fauno científico – Hace milenios atrás , cuentan las viejas historias de los viajeros llamados los cazadores de bestias humanas, se daban pestes que terminaban matando a los animales y después a los demás habitantes de regiones enteras. Cuando los humanos gobernaban estas islas llegaban estas pestilencias como castigos, matando a millones. La princesa miró hacia la isla que escupía su rojo líquido hacia las alturas. ¿Esto podría ser una pestilencia de esas que mencionas?, preguntó. – Podría ser, su majestad- , aseguró el fauno sin mirarla a sus ojos verdes.
Un hollín mezclado con nieve comenzó a caer manchando con pequeñas islas negruzcas los blancos terrenos de la princesa. Ella no sabía qué podía ser eso. Se acercó a la orilla de mar que servía de frontera y divisó una extraña figura con un traje carmesí, largos guantes negros hasta los codos y la forma de como flotaba sobre el agua, impresionó a la princesa de hielo. El miedo la abordó y congeló más su sangre blanca al ver como es espanto se acercaba hacia ella.
—Desde hace días que te miraba tan blanca y tan quieta mirando hacia acá- , le dijo el espectro de ojos negros.
La princesa de hielo meditó ¿Qué podía perder? Simplemente era un fantasma sin nada que ofrecer. Le seguiría el juego, se reiría de él y lo convertiría en escarcha.
—No miraba. No hay nada que ver. Solo esos pedazos de basura que caen sobre mis dominios-
—Yo sí te observaba y aunque no puedo tocarte moriría por hacerlo-, susurró la aparición
— ¿Por qué no puedes tocarme? ¿Temes que pueda hacerte feliz?, murmuró la princesa mientras congelaba las palabras que brotaban de su boca.
—Nunca deberías responder por otros, quienes te sirven deben sopórtalo ya que ellos viven de tu belleza y son criaturas rastreras. Yo vivo, en mi esencia, de mi propia tortura de haber nacido del dolor de la tierra. No le temo a nada, pues ya temí a todo. Hoy solo soy el eco que nace del interior de la tierra. El rumor de los finales de los tiempos.
—No conozco la palabra dolor. El sufrimiento fue exiliado de mis islas hace mucho y eso mismo pasará contigo, ya que no tenemos espacio para aquellos que nos traen las pestes y la maldad de presagios malignos. Mi corazón y mi mente están impávidos frente a tus palabras sin sentido.
—Pobre belleza blanca. Tus palabras son frías, pero tu mirada verde tiene el símbolo de la curiosidad. No sabes lo que se siente sentir el calor en las entrañas y ver el fuego salir de tus labios. Temes hasta tocar mi mano, pues conocerías la sensación del calor. Te puedo asegurar que mis labios rojos harían que tu cristalino corazón saltará de tu vestido blanco. Tan pálida eres como las mañanas tristes de los inviernos de estas tierras.
— ¡Yo no temo a nada! Soy una princesa, mi sangre es fuerte como un témpano, sólida como un iceberg, eterna con los hielos inmortales de los cerros.
—Entonces toca mi mano y tu valentía será fundada en la verdad, y no en lo que tú crees, mi amor por tu belleza, me atrae y me dará la vida, te serviré como el mejor de tus esclavos y mis ejércitos que nacen desde la boca del volcán volverán al infierno.
La princesa de hielo meditó ¿Qué podía perder? Simplemente era un fantasma sin nada que ofrecer. Le seguiría el juego, se reiría de él y lo convertiría en escarcha. Puso su blanca mano en la palma mortuoria del fantasma de fuego. Una cálida sensación emergió de su interior hasta producirle un enorme placer que la derretía por dentro. En ese momento, su enamorado la tomó en sus brazos y con un beso incandescente selló su suerte.
Mientras la princesa se derretía lentamente miró a su asesino de fuego y una furtiva lágrima corrió por sus mejillas confundiéndose con la lluvia que ya no era nieve. El fantasma de fuego agachó su cabeza y le susurró al oído: El amor puede ser el fuego que te da vida, pero en tu caso, es el fuego que te condena. Ya no tendrás tiempo para volver a escuchar ni siquiera tus frías palabras de cuentos de hadas. Yo soy la llama y todo arderá.
Desde ese día, el fantasma de fuego, cada vez que trata de ver su reflejo en las lagunas de azufre de sus nuevos dominios, recuerda como las palabras, al fin y al cabo, matan sin ninguna compasión y siempre sonríe con amargura sin poder llorar.
Los contenidos publicados en elquintopoder.cl son de exclusiva responsabilidad de sus respectivos autores.
Te invitamos a conocer nuestras Reglas de Comunidad