He ido dos veces al Museo de la Memoria. Ambas ocasiones ha sido con guía del Museo que nos condujo por las escaleras de la obra de Alfredo Jaar instalada fuera, donde entre luces y sombras se desliza una presencia-ausencia silenciosa y dolorosa. El hall de entrada es amplio, tiene el recuerdo de decenas de comisiones de verdad instaladas en el mundo en diversas épocas que punzan el estómago con la simple concretización de cifras, años y banderas.
Luego las imágenes se hacen más difusas. Después de la gran escalera que nos lleva al segundo piso sé que hay un gran muro con miles de fotografías de desaparecidos, torturados, asesinados, e imágenes en blanco… que podrían ser el símbolo de otros que no están, o del olvido, o de la ausencia de registro, o de uno mismo como parte de un dolor que languidece en nuestra propia sombra.
Las cartas de niños a Lucía Hiriart de Pinochet pidiendo saber de sus padres, el amplio instrumental de tortura, los dibujos de Isla Dawson o de Villa Grimaldi, los montajes periodísticos de la época para esconder los crímenes de agentes del Estado, la ayuda de países que acogieron a los exiliados, el libro blanco, las imágenes y voces del golpe… todo se sucede en un espacio amplio, abierto, transparente. El museo acoge y contiene un desgarro.
He oído críticas razonables de mis amigos/as de la izquierda y más allá sobre el museo, que tal vez resume bien la génesis obligada y forzada de la Concertación. Desde la vereda de los especialistas no me sorprende escuchar las voces de Magdalena Krebs o Sergio Villalobos denunciando la falta de “Historia” en este museo, lo cual llegaría al extremo, en palabras de este último, de erigir una “falsificación histórica”. Y es que Villalobos confunde la “Historia” con mayúscula con memorias o historias. Villalobos representa una visión homogenizante, positivista, institucional, elitista y hegemónica de entender que los sucesos históricos pueden ser objetivables en una sola dirección, donde la palabra o testimonios de las clases subalternas no tienen relevancia ante los grandes movimientos de las instituciones –léase el Estado, las Fuerzas Armadas, la iglesia, los partidos políticos, etcétera-.
La memoria es otra cosa, o me parece que debiese ser otra cosa. Nace de una aspiración multiplicadora, diversa, coral, opuesta a generar una visión, pero que al ojo del espectador genera un efecto revelador. No pretende buscar la gran Historia con mayúscula, sino dar voz a las historias microscópicas que se deslizan bajo el canto de los grandes historiadores que creen objetivamente en una Verdad Histórica. Las memorias son recuerdos, algunas con evidencias más concretas… otras con palabras llenas de sentido.
Podemos dudar de la verosimilitud de toda esta edificación, juzgar sus desvíos, sus omisiones, pero no podemos deslegitimar las voces contenidas diciendo que son falsas… esto es repetir una vez más el rito insultante denegar la ocurrencia de las violaciones a los derechos humanos. He aquí tal vez el mejor germen pedagógico de este museo, el debate y la generación de una voz propia en nuestras nuevas generaciones, para recordar y no violentar.
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Foto: Paralela / Licencia CC
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