La distancia aparentemente insalvable que existe entre Filosofía y Ciencia es un hecho de origen que pervive hasta nuestros días. Y no sólo ese espacio, ese trecho que las separa, es definido por los métodos que emplean sendas disciplinas en su desarrollo y ejercicio (inducción científica y deducción filosófica), sino que, también, intervienen en su desemejanza consideraciones como el alcance factual y su empleo en la vida práctica, es decir, su utilización para los fines utilitarios de la vida.
No obstante una ironía histórica persiste, y es que no se podría haber desarrollado la Ciencia, tal como la conocemos, sin la especulación filosófica. Desde el concepto puro e ideal platónico hasta su aterrizaje en el mundo de la percepción inmediata con Aristóteles, la filosofía sentó las bases para el desarrollo científico y la ciencia experimental. Pero anterior al Liceo y la Academia se alza la figura de Pitágoras (hombre o escuela) como el inspirador del porvenir de la práctica científica al desarrollar en su filosofía esa ciencia por antonomasia llamada Matemática: “Sistema de conocimientos fundados en nociones que se hallan en todos los espíritus, que descansan en verdades rigurosas de la razón” como bien definiría Léon Brunschvicg. La teoría de los números, con su peculiaridad esencial de mostrarse idónea para fines especulativos y prácticos, orientó el horizonte intelectual del ser humano, haciendo visible el alcance de las leyes inherentes al ejercicio de la inteligencia que se apoya en la experiencia pero que, no obstante, la supera y la rebasa.
Más allá de la percepción directa de los fenómenos la teoría matemática mostró la existencia de realidades inteligibles, que explicaban la realidad fenoménica pero que, a su vez, profundizaba en verdades que escapaban al orden de los sentidos. Sin embargo el camino de la filosofía no sólo fue el de la combinación de percepción sensorial y pensamiento, de inteligencia y experiencia. La especulación idealista que se aleja del mundo de los sentidos ha impregnado la historia de la filosofía al punto de ser el factor, el quid, de su separación con la ciencia. La íntima necesidad (sustrato biológico o social) de deificación del mundo inaprehensible y sus abismos, llevó a la filosofía al exceso de abstracción que se confunde con las verdades teológicas y religiosas. Como consecuencia tenemos al Dios histórico hegeliano, que mezcló la irracionalidad de los hechos humanos con una necesaria racionalización del destino del hombre. Para Hegel todo era inteligible y racional, todo podía reducirse al método, o, en otras palabras, la cara del antropocentrismo se revelaba como una necesidad filosófica, como una adaptación forzada de la realidad del mundo a los instrumentos y aspiraciones del entendimiento humano.Desde el concepto puro e ideal platónico hasta su aterrizaje en el mundo de la percepción inmediata con Aristóteles, la filosofía sentó las bases para el desarrollo científico y la ciencia experimental.
La necesidad de los profetas de la edad de bronce del antiguo testamento que hacían de una entidad suprahumana, Yahveh, el principio y el fin, regulador y castigador de los destinos humanos, tomó en Hegel la caracterización del ente histórico, del dios impersonal llamado Historia. Karl Marx refinó y matizo esa idolatría histórica al introducir en ella la realidad de la necesidad social y biológica del hombre, es decir, Marx hizo descender al dios histórico a la tierra y lo rodeo con los atavíos de las necesidades humanas inmediatas. Y así como el verbo se hizo hombre según nos cuenta el simbolismo evangélico, la historia sublimada se hizo necesidad terrena, muriendo crucificadas ambas (verbo y razón histórica) por la lucha de clases y bajo las ambiciones de los poderosos. Fue gran mérito el de Marx el devolver a la filosofía el contacto con el mundo experiencial, no obstante sin poder librarse del sustrato deificador y profético que adoleció su dialéctica materialista. Ya Gramsci se encargó con su interpretación de la filosofía de la praxis de corregir los excesos de idolatría profana y profética del marxismo, acercándose cada vez más a los dominios de la ciencia al tratar de compartir o hacer equiparable su metodología con la praxis filosófica que preconizaba.
La aspiración y los trabajos en la obra de Bertrand Russell para hacer de la ciencia y la filosofía una hermandad que se complemente ha sido una empresa laudatoria. Y siempre ha sido a través de la matemática como la filosofía se ha acercado a la ciencia y la ha previsto y propiciado, pues sigue siendo admirable como desde Descartes (geometría analítica) a Leibniz (cálculo diferencial e integral) la ciencia adquirió su solvencia y su orden, haciendo posible ese concepto de la movilidad y expansión del pensamiento puro, que se aleja de los esquemas estáticos de la escolástica aristotélica o del idealismo teológico. No deja de sorprender, por ejemplo, como la teoría de las monadas de Leibniz (que las hace constituir la unidad objetiva del universo al suponerlas bajo un orden de perspectivas armonizadoras recíprocas) ha sido corroborada, de alguna manera y bajo propia jerga, por la física moderna a través de Einstein y Plank al considerar a estas mónadas, en reposo o en movimiento, bajo formulas analíticas que explican la estructura del mundo bajo el esquema de un sistema de relación que define a la teoría relativista.
Sin embargo tenemos que convenir con Aldous Huxley cuando menciona que, no obstante sus alcances, la metodología científica encuentra su propio límite en el ser humano mismo, pues es su creación, a pesar de que el orden del universo conocido por el hombre parece corresponder, en una medida precaria e ínfima, a sus capacidades analíticas. Lejos de los marcos y modelos de la ciencia y de la filosofía se encuentra el abismo (la muerte, la entropía) el nihil, la nada. Y es esa nada, o todo aquello que no comprendemos (y que por indicio conativo tememos) y que escapa a nuestros instrumentos de pensamiento y percepción, lo que nos hacer caer todo el tiempo, junto con nuestras filosofías, bajo los confines del mito, la religión o el nihilismo (escolasticismo, idealismo trascendental, existencialismo…).
Sólo nos queda especular si en un pasado no conocido o si en un futuro por conocer, pero siempre desconocido en nuestra actualidad, el equilibrio entre las fuerzas internas y externas (razón, sentimiento, percepción, espíritu) que constituyen al ente humano, y que nacen y mueren con éste, alcanzó o alcanzará a manifestarse en una armonía donde lo material e inmaterial convivan sin excluirse, dando no una razón sino la comprensión de lo existente y de aquello que está más allá de lo manifestado.
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