El origen de la palabra amor fue durante largo tiempo bastante incierto y confuso. No señalo esto porque haya sido imposible y complejo hallar respuestas a la interrogante de donde proviene el término, sino que hubo varias hipótesis, algunas ya rebatidas y otras más aceptadas por los estudiosos de la lengua, en relación a la génesis del concepto y su intento por dilucidar la interrogante.
Una de las primeras malas teorías, pero esparcida abundantemente por las redes, era considerar el término como sin muerte o relacionarlo especialmente con los románticos del siglo XVII y XVIII que apuntaban a la eternidad. Esto al unir el prefijo griego A (sin) con mor, mortem (muerte), A- mor.
Con el tiempo quedó esclarecido que el vocablo es latino, por lo que el prefijo griego recién señalado nada tiene que ver en la construcción de la palabra. Básicamente proviene del latín amor, – ris donde el término se escribe de la misma manera y el cual la RAE nos da diversas acepciones donde rescato la siguiente: “Sentimiento hacia otra persona que naturalmente nos atrae y que procurando reciprocidad en el deseo de unión, nos completa, alegra y da energía para convivir, comunicarnos y crear”.
Es por esto que al revisar someramente diversas acepciones y a pesar que sobre las cuales podemos discrepar en algunos tintes, no puedo más que encontrar desacertado y ofensivo titulares como “El amor y los celos la mataron” o “El amor lo cegó y la descuartizó” publicados en La Cuarta tiempo atrás y que han sido de repudio público por su pésimo uso del concepto y lo principal, el perfil machista que cosifica y denosta regularmente a las mujeres en ese medio. Lamentablemente la violencia de género en todas sus variantes, y el femicidio en lo particular, va más allá de los medios de comunicación y sigue a mi parecer teniendo un trato más estadístico que de enfoque real al dolor de las víctimas y su entorno próximo. ¿Qué hay de amor en actos como golpear, denigrar, humillar, asesinar? Nada.
La obra A-MOR (la cual titularía desamor por los argumentos planteados al comienzo, pero en lo personal no tiene relevancia) del fotógrafo chileno Cristóbal Olivares al menos siento que quiere ayudar a hacerse cargo de eso. Sacar de la fría estadística la violencia de género y femicidios e ir más allá, a las huellas más profundas antes del crimen, escarbar y visibilizar el calvario de ellas objeto de la in-visibilización del maltrato dentro de la casa, en el “hogar”, en el encierro de paredes que por meses o años fueron testigos mudos de los actos más aberrantes que se pueden cometer contra otro ser humano. Pero ojo, la in-visibilización del maltrato a las mujeres no es exclusivo de la casa y la esfera del ámbito privado, se exterioriza diariamente en oficinas, calles, medios de transporte y espacios públicos, que también son in-visibilizados producto de una aún latente cultura machista, patriarcal y que, a pesar de los intentos por cambiar esta situación, choca con siglos de conductas opresoras arraigadas.
Olivares, entre el año 2012 y 2015, investigó y fotografió diecisiete casos de femicidio en todo el país y es una parte de esta obra la que hace unas semanas visité en el Centex del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes en Valparaíso. El trabajo investigativo y fotográfico del artista es acompañado en la sala con imágenes de archivo familiar y recortes de prensa, objetos y testimonios que aluden y contextualizan cada historia, tragedia, femicidio. La obra, en su conjunto, vuelve a visibilizar a estas mujeres ya no como una cifra, sino su historia: el amor inicial, los primeros problemas, los cambios de ánimo de la pareja, sus peticiones de ayuda a través de un diario de vida, una carta, el esfuerzo por salvar la relación, la tristeza, la angustia, el dolor de los golpes reiterados, el final.
El trabajo investigativo y fotográfico del artista es acompañado en la sala con imágenes de archivo familiar y recortes de prensa, objetos y testimonios que aluden y contextualizan cada historia, tragedia, femicidio.
Mientras observo las instalaciones y la disposición de las ocho fotografías enmarcadas en vidrio que conforman la exposición, precisamente una joven mujer mira con atención un gran bastidor de color rojo, técnica del collage donde desfilan innumerables recortes de prensa, titulares de periódicos, fotografías de la escena del crimen, de la pareja victimaria/víctima, de los momentos felices. Tal vez lee el diario de vida de Daisy quien murió quemada junto a dos de sus tres hijos en Antofagasta y donde la única sobreviviente fue su hija de cuatro años o la carta escrita por Carmen Gloria quien murió apuñalada en plena vía pública en Puente Alto.
Así podría seguir, diecisiete mujeres, cada una con una historia que la fotografía ayuda a no borrar, a restablecer, otorgando dentro de la desgracia y el crimen un efecto aurático, pues sí, porque aunque cueste conjugar el impacto del dolor con la exhibición de una muestra artística, la tarea de Olivares es valorable. Ya lo decía Walter Benjamin en su ensayo “La obra de arte en la era de su reproducción técnica”, al considerarle “un valor expositivo y comunitario a la fotografía y un culto a la memoria de los seres queridos ausentes o muertos”. Para el filósofo alemán era “la manifestación de una lejanía y asimismo la huella en el presente de lo que ya ha pasado, el vestigio de la experiencia de un duelo, donde lo mirado se ha perdido.”
Cada una de las fotografías digitales instaladas cuidadosamente sobre las paredes blancas de la sala y tituladas con el nombre de las mujeres fallecidas, cumplen en cierta forma lo expuesto por Benjamin, al desnudar los vestigios y resurgir las huellas del espacio geográfico urbano, desértico o rural donde ellas dejaron de existir, pero que se niegan a desaparecer de la memoria. No veo en la exposición morbo ni aprovechamiento ante el dolor, veo la posibilidad una vez más, a pesar de los esfuerzos de muchas mujeres (como la Red Chilena Contra la Violencia Hacia la Mujer que ya nos informa de la escalofriante suma de treinta y cinco femicidios este año) que tomemos conciencia de un flagelo nacional.
Las fotografías de los paisajes donde Olga, Elizabeth, Vanessa o Mirella fueron asesinadas siguen ahí y no solo suspendidos sobre las paredes de la muestra, siguen existiendo día a día, tal vez caminamos, rondamos por ellos y lo que es peor, muchas veces sin saber, hemos conocido a otra u otras víctimas de una sociedad que necesita muchísimo más que una exposición para volverse tolerante, pacífica, no machista, humana. A ratos, con amor.
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El Burrito
Solo veo un artista sumandose a la moda para tratar de hacerse un nombre, si bien su obra expresa un sentimiento, no corresponde sino a las familias de las victimas expresarlo. Ud lo ha dicho, eso es caer en el morbo
no me gusta ver los femicidios como una cifra estadistica, es caer en el juego mediatico, pues si, es en si, una cifra insignificante, representando menos del 0,04% de las muertes en chile, prefiero verlos como una grave falla cultural, como un grito social desesperado por una necesidad patente de educacion
veo a diario a burgueses politicos y empresarios lucrar a costa de la mal llamada «violencia de genero» alimentando un mito de una sociedad patriarcal inexistente mientras a escondidas se llenan sus arcas, y veo un monton de borregos, repitiendo aquel mensaje sin sentido, intentos de intelectuales, ostentando titulos rimbombantes que no representan ni significan nada
El arte es la definicion de un sentimiento hecho belleza y se ha caracterizado a lo largo de la historia por ser transgresivo, exposiciones como estas solo sirven para pavimentar el camino que recorre el aristocrata que lucra con el control mediatico y la desinformacion popular
Chile tiene grandes carencias en salud, educacion y seguridad en las calles ante las cuales los artistas y periodistas no alzan la voz ni notifican y en vez de eso se venden a un capricho de los poderosos por vender e informar aquello mal llamado progresista que a la larga solo causa division entre el pueblo