Mientras la pestilencia de las enfermedades comienzan a cubrir la ciudad. Observo la pared blanca en busca de cortes para poder jugar a unir líneas e imaginar rostros de animales.
De golpe siento la presencia de los recuerdos que me provocan retortijones en mi intestino. Tomo un bote de diazepam entre todos los medicamentos y brebajes que poseo en esta oficina para buscar calmar la ansiedad y pánico. Me trago la pastilla y me trueno el cuello con la mano derecha.
La tía, al pensar en su deceso, me provoca ese aturdimiento metal y físico. Supe por teléfono la noticia. En medio de la excitación de mis colegas médicos apresurados para salir disparados hacia las paradas de buses y volver al refugio seguro de sus vidas sin pestes. Lo más lejos de la pestilencia que comenzada a plagar la ciudad.
La llamada fue del esposo de mi prima. Él, con solemnidad, me dice: “te tengo una mala noticia” “hasta aquí no más llegamos, mi madre, algo le paso” pensé de inmediato.
-¿Mi madre?
– No, tu tía, la de los perros. Oye, una buena noticia, que más se le puede pedir al fin de año. Esa vieja era enemiga para cualquier ser vivo que no caminara en cuatro patas.
Guarde silencio. El ser humano en la actualidad ve la muerte como un chiste o broma. Tenía años de haber regresado a Chile a vivir y nunca pude acostumbrarme a ese irrespetuoso humor de muchos chilenos. La muerte debe respetarse y a la vez temerse, reflexionaba para mí mismo.¿Qué pasó? – No sé. Piensan que puede ser “la enfermedad”. Yo hablé con ella hace días. Vine ya que llamé por teléfono y nadie contestaba -respondió mi primo-«Nunca debí dejarla sola siendo un adulto mayor.»
Entre la oscuridad de la calle, viajábamos en un Uber. Me senté en el asiento de atrás para evitar lo más posible contacto humano de un desconocido. No hablábamos nada con el conductor. Solo podía ver sus pequeños ojos por el retrovisor y dos mascarillas amarradas desordenadamente cubriendo su boca. Pensé que seguramente no había podido encontrar más y que estaba reutilizándolas.
Pensé en mi tía. No pude digerir los recuerdos de alguien que no vive más y que para mí había tenido una existencia hacia los demás deplorable y detestable. Algo común en las familias grandes con intereses de plata. Aunque un cierto remordimiento me envolvió por cortos instantes, siendo más fuerte la capacidad de no olvidar. Perdonar sí, pero olvidar jamás.
Ya de noche, toque la puerta de la casa con una moneda mientras el auto se perdía en dirección hacia la Gran Avenida. Desde adentro, por lo menos, veinte perros sacaban las cabezas por las rejas. Ladraban con una furia que no puedo explicar. Era como si hubieran soltado a millones de demonios de sus escondrijos del averno. Se miraban con hambre, pero gordos. No sé qué había hecho ella con estos animales, pero por primera vez me di cuenta que ellos dictaban las reglas. De alguna forma, tenía que pedir la autorización a la matriarca de la casa llamada Blondie para calmarlos. La descubrí por una mancha blanca en el pecho. La llamé con cariño. La perra me reconoció y los ladridos disminuyeron.
Esto permitió que mi primo Martín escuchara y viniera a abrirme. Al verme lloró amargamente, lo abracé y lloré, no por su madre, sino por él y por no saber cómo ayudarlo en lo que se le venía encima. La muerte puede ser algo duro en el momento, y por mucho tiempo después, dando inicio a una sensación de evaporación de las acciones de la vida. Al final termina llenando nuestra mente con objetos irreales, sin materia, sin nombres, melodías de canciones del pasado y marcos de ventanas de las habitaciones de nuestra niñez. Ventanas apagadas en un absurdo silencio que no nos dice como salir de torbellino.
Entramos a la casa que se caía a pedazos de descuidada. Los perros saltaban por todos lados. Al pasar, observé la escena que todavía quiero olvidar. La tía doblada en el suelo con las medias abajo y ese aroma a muerte que ya impregnaba todo. -¿Qué pasó? – No sé. Piensan que puede ser “la enfermedad”. Yo hablé con ella hace días. Vine ya que llamé por teléfono y nadie contestaba -respondió mi primo-«Nunca debí dejarla solo siendo un adulto mayor.»
La tía dormía, comía, trabajaba, veía tele y leía novelas en la sala, saturada de papeles viejos de periódico, cajas con revistas de décadas pasadas. Cualquier ser humano semi-normal no hubiera podido vivir o sobrevivir en un sitio convertido en eso. En las habitaciones, florecían nidos de artículos viejos, siete u ocho paraguas, cinco video caseteras, una computadora nueva sin usar, más diarios apuñados en cada esquina y arañas. También un museo de artículos vendidos por esos programas de televisión, esperando ahí para ser repartidos entre los familiares.
Yo guardaba silencio pues mi primo no decía nada de ese caos. “Fe en el caos” recordé por un instante. “Fe en el caos” por lo que viví, vivo y viviré, por esas historias extrañas que siempre me tocaba vivir en alguna de mis vidas.
——
Me ponía nervioso los gruñidos de tantos canes y cierta vergüenza ajena por el desorden del lugar. Mi prima Anel con un gesto de señalamiento y tapando su boca, me indicó a una garrapata que subía por el hombro de un vecino curioso sin que la notara. El bicho se desprendió solo y calló al suelo a juntarse con otros de su especie.
Dos horas después se presentaron los tipos de la oficina de los forenses. Se veían cansados. Uno alto con cara de desvelo y los zapatos desabrochados. Era obvio que le sucedía continuamente pues su compañero le llamó la atención con una mirada. Levantaron el cuerpo con tranquilidad, especialista en enfrentar los productos de la muerte. Con suavidad, como si todavía estuviera viva, la pusieron en una plancha oxidada.
Por la postura del “rigor mortis”, la forma en la cual la sacaron fue la misma como la encontraron. Mejor me retiré, pues tengo el pequeño defecto que al estar muy nervioso, me dan ataques de risa y, en ese momento, las garrapatas, los perros, el desorden me causaron una especie de realce de risa interna; no de alegría, sino por la situación ridícula, el contexto extraño, lo desacreditado de algo normal como la muerte. Me pregunté la razón de no tener un deceso corriente, es decir, en una cama de hospital o en la cama de un hogar, pero no en una realidad extraña y caótica.
Me alejé y encendí un cigarro. Un gato salto por el techo de la casa contigua. Los perros de atrás de la casa , aislados por una cerca de madera, gruñían, aullaban y ladraban; esos infundían terror. Al acercarme quince de ellos, uno sobre otros en forma de avalancha canina ladraban con furia infernal, intentaban morder a quien tuvieran cerca.
¿Qué hubiera pasado al morir la tía en el patio? Estos animales hubieran hecho presa de ella. Una muerte grotesca y sumada, ridícula. Como aquel viejo que muere en un prostíbulo con los zapatos puestos y con una “Viagra” en la mesa, un transeúnte aplastado por un suicida de esos que se tiran de un edificio o aquel que muere por estar borracho y lo atropella el tren por dormir en los rieles. Una muerte de titular rojo de periódico. “Muere comida por mascotas” qué sé yo, algo oscuro, aún más de lo que veía en esta casa, a la cual le habría prendido fuego con todo adentro para purificarla bien.
Eso sí, los perros no eran culpables de la situación, y al encontrar las bolsas de “Purina” de primera calidad consideré que la tía poseía preocupación por los animales. Toda su miserable jubilación se la gastaba en ellos, pero en algún momento se salió de control. Esto no fue la causa de su muerte, más bien eran su razón de vida. Hay personas solas que dejan caer todo su amor en mascotas con tanto exceso, pues los humanos nunca podremos superar el amor infinito de un perro y menos darlo a otros como ellos lo hacen.
Y eso no la convertía en una persona buena con otros; sólo con sus animales que nunca podían quejarse de ella. Oyentes sin habla y juicio de su hacinamiento. Miré por la cerca y un perro chico y negro me saltó encima, dándome una mordida en el brazo que pude usar como escudo para taparme el rostro. Un mal presagio, ¿represalia de la tía muerta? Ahora vacunas para la rabia, y a ver cómo ordenamos esto. “Fe en el Caos” pensé y al fin entendí lo escrito en el bote de veneno que coloque hace unos días atrás en su despensa.
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