Todo puede comenzar de nuevo al apagar la tele, escribió en un papel Miguel, mientras se rascaba la nariz con el lápiz.
Él siempre discutió en las universidades sobre la necesidad de modificar las condiciones en que los hombres y mujeres viven para alcanzar un grado de perfección en su evolución personal.«¿Piedad? Ellos disparaban contra nosotros, le susurré al oído. Teníamos que escondernos como ratas en estas sucias trincheras para evitar sus balas.»
No está en los genes la maldad, argumentaba a sus amigos de clases, mientras colocaba las piezas del dominó en la mesa, esperando ganar. Siempre ponía el alma en lo que hablaba, en los tiempos que las guerras se abatían como moscas sobre la carroña; para mí, fue la única solución a la cual la historia nos llevaba como un remolino sin retorno.
“El mañana podía ser diferente. Los sueños tienen la magia de realizarse si uno los desea como la misma vida”. Miguel me aseguraba esto. Nunca le creí. Jamás acepté que fuera todo tan inverosímil y cómico. Había visto al mal a los ojos y sentido sus uñas en mi rostro.
Cuando tuvimos que ir a la guerra y vimos esos horizontes donde las nubes negras subían al cielo desde las trincheras, nuestras conversaciones fueron más esquivas y dispares. Invoqué a Maquiavelo y me dejé llevar por el remolino de los gases, y el olor a muerte que penetraba como flechas.
Yo disparaba sin remordimiento sobre el enemigo en los días calurosos, convencido que nuestro Dios daba la fuerza a nuestro ejército. Miguel tenía pesadillas en la noche y despertaba agobiado por el arrepentimiento. Nunca quiso estar ahí en realidad, y cada día fue encerrándose en un capullo, como si esperara una metamorfosis para ser una cursi mariposa voladora. ¡No! Volar de nuestro glorioso deber tenía olor a traición.
Una noche llegaron unos prisioneros del frente. Amarrados de las manos caminaban frente a nosotros. Entonces vi en sus ojos un cristalino símbolo de piedad.
¿Piedad? Ellos disparaban contra nosotros, le susurré al oído. Teníamos que escondernos como ratas en estas sucias trincheras para evitar sus balas. Pero él los miraba con humanismo. Fue, en ese momento, que tomó del plato nuestra ración y se la acercó a uno de ellos. -¿Qué haces? Le grité con mi arma en la mano. Miguel me percibió como a su enemigo, deseando cortarme de su esencia.
—No ves la realidad, no puedes entender que estamos en guerra y la paz es parte de los cuentos de hadas de la niñez. Te matarían si pudieran hacerlo.
—Tus demonios han comido toda la poca humanidad que podemos aspirar en este frío y oscuro lugar. Nunca superaste el eclipse que descendió sobre tu rostro interno —dijo Miguel.
—No lo haces por ellos, lo haces por ti, Miguel. Tonto idealista del pasado. No aprendiste nada en la calle, no viste a nuestros compañeros caer. ¿Todavía te consideras hombre de bien? Vomito tus ideas sobre este lodo en donde nos arrastramos para sobrevivir…
—Hoy día todo puede ser diferente, amada conciencia, me gritó ¡Deja de gritarme de una vez por todas!
Colocó su arma sobre nuestra sien en común. Nos desconectó de un solo disparo, a él y a mí… su vil conciencia.
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