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El fin del mundo en technicolor

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Si bien el ajetreo del fin del mundo tiende a impedir las profundas reflexiones, es muchas veces el asentamiento de la nueva realidad lo que permite mayores preguntas sobre la naturaleza humana. Esa realidad profunda de quiénes somos sólo será revelada por el fin del mundo, justo un momento antes de que sea totalmente irrelevante.

Hoy es el fin del mundo y me pilla viajando en un tren. Afuera los paisajes se suceden como manchones borrosos y me pregunto si en el minuto final seré capaz de acordarme de alguno de ellos. No puedo saber todavía si la breve imagen del encorvado y desnudo árbol solitario que enfrenta la nieve estoico me va a servir de compañía o si la alegría de ese colorido caserío me ayudará a encontrar consuelo.

Con la visión lineal de la historia, que le debemos al surgimiento del monoteísmo, es difícil rehuir la pregunta sobre el fin del mundo. Dicen que ya hubo preocupación con la llegada del año mil y a nosotros ya nos preocupaba durante la guerra fría (temática ya presente en, por ejemplo, “Dr. Strange love” de 1964), posteriormente en el fin de milenio, el año 2000, luego en el verdadero fin de milenio el, año 2001 y ahora de nuevo en 2012, porque a una delas innumerables culturas de la tierra se le ocurrió terminar su calendario en esta fecha.

Posiblemente el apocalipsis ecológico sea el que se haya instalado hoy con más fuerza en nuestro ideario. Nos da un sentido de responsabilidad y algún dudoso grado de esperanza: que los polos se van a derretir no sé qué año; que el desierto se comerá nuestras ciudades; que el agua se volverá el bien más escaso y la razón de las futuras guerras (notablemente retratado en la ochentera “Tank Girl”); que los bosques, pulmones de la tierra, terminaran por desaparecer; que la lluvia ácida; que los terremotos. Esta visión no deja de ser convincente, porque, en definitiva, el mundo sí se va a terminar: el sol se reducirá, crecerá, se contraerá y adquirirá una densidad inimaginable. No hay forma de que la vida sobreviva a eso y sucederá tarde o temprano.

El cine ha tenido al fin del mundo como excusa desde hace mucho tiempo. Cuántos súper villanos no han intentado destruirlo y cuántos superhéroes no han luchado por evitarlo (sólo en el último año el mundo fue amenazado en “The Avengers” y “The Dark Knight Rises”, aunque en este último caso reducido el mundo a una ciudad). El fin del mundo está también presente en las épicas fantásticas. En “La Historia sin Fin” el fin del mundo se presentaba como el tenebroso e imparable avance de “la nada” que absorbía todo a su paso y en “El Señor delos Anillos” sería “el mal” el que terminaría con la raza humana. Hace un tiempo, también, el fin del mundo se ha convertido en el enemigo mismo en más de una película. Así, en las hermanas “Armagedón” e “Impacto Profundo” los protagonistas luchan contra un meteorito que se abalanza sobre la tierra; y más recientemente en “2012”, el mundo decide sumirse en el desastre. El género “fin del mundo” se ha incluso emparentado con el terror. Así, la curiosa “The Mist”, basada en la novela de Stephen King (que en más de una ocasión ha tomado el derrotero del apocalipsis para escribir sus historias), nos presenta a un grupo de compradores encerrados en un supermercado cuando el fin del mundo se cierne sobre ellos, terminando en un final que hace dudar de si era una película de terror, una fábula religiosa o la representación de la injusticia del universo.

Muchas de estas películas apocalípticas se enfocan en gestas heroicas de sus personajes para evitar la destrucción o para, por lo menos, salvar a algunos pocos. De algún modo, estas películas parecen representar la máxima ilusión de control: somos capaces incluso detener el fin del mundo. Podemos controlar todo lo imaginable. Tal ilusión está presente en la saga de “Terminator”. Luego del apocalipsis nuclear, un viajero en el tiempo vuelve a nuestra era con la posibilidad de evitar que ese evento destructivo llegue a suceder. La idea se mantiene en las dos primeras entregas y luego parece haberse vuelto insostenible para las siguientes.

Si bien el ajetreo del fin del mundo tiende a impedir las profundas reflexiones, es muchas veces el asentamiento de la nueva realidad lo que permite mayores preguntas sobre la naturaleza humana. Así, a veces no es el apocalipsis, sino que el post-apocalipsis lo que promueve una mayor introspección. “The Road”, basada en la homónima novela de Cormak McCarthy es un ejemplo de ello. Algunas otras llegan cerca a la reflexión, pero se centran en otros asuntos de la naturaleza humana (pienso en la violencia de “Mad Max” o en la locura de “12 Monos”). A veces las más profundas reflexiones pueden venir delos más extraños lugares y en un género tan despreciado (no siempre sin razón), como lo son las películas de zombis, pueden encontrarse planteadas las más complejas preguntas sobre cómo somos. La serie de televisión “The Walking Dead” (basada en una obra gráfica mucho más profundo que gran parte de la más sesuda literatura contemporánea) es una interesante fuente de reflexiones sobre la naturaleza humana. Sus personajes no han perdido sus rasgos de humanidad mínimos ni se han transformado todavía en máquinas de sobrevivencia. Deben adaptarse lo más rápido posible a una nueva realidad en la que la muerte se vuelve demasiado común y donde es evidente que el mundo que conocían no volverá. ¿Qué sería de nosotros en esa situación? ¿Somos capaces de predecir nuestra reacción? Es evidente que una buena obra sobre zombis no es realmente sobre los zombis, que son poco más que un vistoso telón de fondo, sino que sobre las personas. Sin embargo, incluso en estas situaciones hay alguna esperanza. Salvar a tus familiares, sobrevivir, empezar todo de nuevo.

El asunto fundamental sobre el verdadero fin del mundo es que no entrega ninguna esperanza en absoluto. Simplemente se acaba y no hay trascendencia terrenal posible, porque se acaba para todos. Así, es justo lo contrario que esas otras películas: no es la ilusión de control, sino lo absolutamente inexorable del destino más atroz.  La reflexión la escuché por primera vez de la fuente más inesperada. En el tardío western “Young Guns II”. Es, en realidad, una historia dentro de la historia. Uno de los personajes cuenta una historia en que tres chinos juegan “fantan” cuando alguien les avisa que el mundo se va a acabar. El primero decide ir a la misión a orar. El segundo decide gastarse su dinero en alcohol y prostitutas. El tercero dice, en cambio, que él se quedará a terminar el juego. El personaje que cuenta la historia en la película remata diciendo “yo me quedaré a terminar el juego”. La reflexión parecía intensa en una película sobre vaqueros, porque muestra una dimensión totalmente nueva: los personajes son ya anacrónicos, pertenecen a un mundo que pronto dejará de existir (en una película de un género que ya también resulta anacrónico).

En las versiones sobre el fin del mundo que se construyen sobre lo inexorable destaca la reciente “Seeking a friend for the end of the world”. El fin del mundo aquí se conoce, se sabe de antemano. El fin del mundo no encuentra desprevenidos a los personajes y, por eso, la histeria ya ha tendido a decantar. La pregunta fundamental se plantea sobre la soledad. Queremos saber con quién pasaremos esos últimos días. A quién abrazaremos al final. Parece un sinsentido: será sólo un último segundo de calor, de contacto y, sin embargo, la decisión parece esencial. Es maravilloso y fútil encontrar el amor para que sólo dure un segundo y, sin embargo, parece ser lo único que tiene sentido.

Lars von Trier, cuyo trabajo ingresa a nuestra mente como si taladrara en nuestra cabeza, tiene tal vez la más intensa y mínima reflexión sobre el fin del mundo en su “Melancholia”. Quienes no la han visto pueden dejar de leer ahora, pero los detalles sobre el argumento no son lo esencial, como no lo es conocer el guión de una ópera antes de verla. En “Melancholia” tenemos a los personajes aislados en una casa de campo. Se han reunido para ver al planeta Melancholia, que en un hermoso evento astronómico pasará muy cerca de la tierra. Los personajes son sólo tres adultos y un niño y, por tanto, de manera elegante se ha limpiado el terreno para evitar del cuadro la histeria colectiva y la anarquía criminal. Digamos que, en cierto sentido, no se presenta el horror monumental del apocalipsis bíblico, sino que es simplemente el fin del mundo. Lo interesante es que sólo al final, cuando se hace evidente que la colisión con el planeta Melancholia es inevitable, podemos realmente ver quiénes son esos personajes que nos han ido presentando durante toda la película. La joven a la que la vida se le mostraba cómo una carga imposible de sobrellevar, se ve maravillada con el fenómeno climatológico desatado por la cercanía de los planetas y parece que, por primera vez en el final, es la más llena de vida. El hombre que se mostraba como lleno de fortaleza y control durante toda la película, resulta verse totalmente sobrepasado con la inminencia de su destino. Y la mujer temerosa, que alimentaba sus miedos con las más disparatadas informaciones de internet sobre el fin del mundo, descubre ser la más fuerte cuando dicho fin se le presenta frente a frente. Y es que el planeta no se llama Melancholia por casualidad, porque la mujer que había sido embargada por ese sentimiento (melancolía, en el sentido de profunda tristeza) durante toda su vida parece descubrir en la inevitabilidad de la llegada del planeta un lugar donde encajar; el equilibrado padre de familia descubre que esa fortaleza es un velo que encubre la más profunda de las debilidades; y, finalmente, la mujer atemorizada no está defendiendo más que su felicidad que al final resulta ser mucho más fuerte que la muerte. La interpretación es antojadiza, pero creo que el fin del mundo, como recurso literario y cinematográfico, está en eso, en mostrarnos quiénes realmente somos.

Mi tren avanza y por la ventana se suceden las imágenes como en una pantalla, como si alguien proyectara una cinta de recortes aleatorios de innumerables películas. Un descabellado sinsentido que sólo se podrá explicar por el viajero cuando llegue a la estación.  Si el fin del mundo llegara, creo que me gustaría quedarme a terminar el juego. Y no porque vea un imperativo moral en ello, sino que porque simplemente es lo único que me hace sentido. Sin embargo, no puedo prever mi reacción. Precisamente esa realidad profunda de quiénes somos sólo será revelada por el fin del mundo, justo un momento antes de que sea totalmente irrelevante.

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