Lo grave es el argumento que Peña propone para defender, en general (más allá del modelo chileno, otro formalismo), la democracia representativa y procedimental: “es la única forma de gobierno que logra preservar, más que cualquier otra, la racionalidad, impidiendo que sea el número, la amenaza, o el mero fervor de una asamblea, el que tenga la última palabra”. Finalmente, el postulado fuerte de Peña es una racionalidad neutral, pre-social y pre-política. Sin embargo, ¿quién está en posición de determinar si las decisiones alcanzadas por la democracia representativa son racionales?
El domingo pasado, la columna habitual del señor Carlos Peña en El Mercurio abordó el cuestionamiento, por parte de dirigentes estudiantiles, a las instancias de conversación propuestas recientemente por el Ministro de Educación con actores del mundo educativo.
El punto que critica Peña sería una demanda, por parte de los actores convocados, de otorgar al diálogo un carácter vinculante sobre las propuestas que haga el Ejecutivo. Con un estilo mezcla de disputatio escolástica (¿fue Peña ayudante de Osvaldo Lira mientras era estudiante de derecho en la PUC?) y retórica leguleya sostiene que la posición de los estudiantes es ilegítima, pues el “único proceso resolutivo que la democracia admite… [es] el debate en el Congreso”.
Por supuesto, lo único que hace Peña, en este punto, es repetir la ley. Un primer formalismo. Sin embargo, lo más grave es el argumento que propone para defender, en general (más allá del modelo chileno, otro formalismo), la democracia representativa y procedimental: “es la única forma de gobierno que logra preservar, más que cualquier otra, la racionalidad, impidiendo que sea el número, la amenaza, o el mero fervor de una asamblea, el que tenga la última palabra”.
Nótese, primero, la secuencia: “el número, la amenaza, o el mero fervor de una asamblea”. Una sola y la misma cosa. El concepto de mayoría simple aparece equivalente a una turba dominada por pasiones y, por tanto, proclive a agredir a quienes aparecen como opositores. Los tribunales (también el constitucional) deciden por mayoría simple y nadie acusa ahí al bando ganador de pertenecer a la calle (o la canaille).
Nótese, en segundo lugar, el punto central de Peña: el valor de la democracia representativa es la racionalidad de las decisiones que ella genera.
La democracia no es un valor en sí mismo: lo esencial es garantizar la racionalidad de las decisiones.
Habría que probar la conexión entre democracia y racionalidad. Peña no ofrece argumento y no es razonable exigírselo en ese contexto. Sin embargo, dudo que un doctor en filosofía se atreva a sostener que la conexión es conceptual o necesaria. No es así que (democracia = racionalidad) como (5 + 7 = 12). Puesto que la relación es contingente, Peña debe admitir que la democracia debe diseñarse para garantizar la racionalidad de las decisiones. Si es así, entonces debería también apoyar un régimen autoritario en nombre de la razón (al menos por un período de tiempo).
El postulado fuerte de Peña es una racionalidad neutral, pre-social y pre-política. Ella necesariamente debe encarnarse en sujetos que pueden sustraerse a las distorsiones de la posición social y a las pasiones desatadas por las luchas partidistas: hombres que son inteligencias puras. Sin embargo, ¿Qué mentes pueden reclamar una posición externa a las relaciones mundanas que permita evaluar la racionalidad de las decisiones políticas (o de los procedimiento formales que las generan)? ¿Quiénes están en posición de determinar si las decisiones alcanzadas por la democracia representativa son racionales?
Creo que esto no es problema para Peña, pues parece tener una respuesta muy concreta. Entre las mentes puras del público ilustrado (los ‘intelectuales’, ‘expertos’ o «técnicos»), Peña necesariamente debe hacer una distinción entre oro verdadero y falso, entre filósofo y sofista. Necesariamente: pues lo suyo es un dispositivo ideológico y no un ‘discurso racional’.
Como es esperable, en este punto los criterios se vuelven, súbitamente, sustantivos: si se trata de mentes que argumentan en favor de las reivindicaciones de «la calle», estamos frente a «personas que viven en medio de una inconsistencia: tienen más capital cultural que económico. […] trabajadores de la industria cultural, profesores universitarios, gimnastas de la reflexión».
Traigo a colación esta columna suya publicada el invierno pasado, pues me parece que su remate es sintomático de la posición política de Peña: «Bachelet debería recordar la frase que Franco dirigió a un ministro que quiso convencerlo de seguir los consejos de Ortega y Gasset: «Escúcheme, le dijo, ¡nunca se fíe de los intelectuales!» (ibid.).
Puesto que, en su formalismo, Peña no puede discernir entre razón recta y desviada remitiendo abiertamente a contenidos concretos, cae en el misticismo. La razón tendría una regulación externa que no proviene de la voluntad popular, sino de una autoridad carismática cuya insondable benevolencia debe atraerse mediante gestos de sumisión para garantizar la adecuación metafísica del orden social mediante violencia soberana.
Lo de Peña no es la democracia ni la tecnocracia: es el despotismo ilustrado.
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Foto: mirandiki / Licencia CC
Comentarios
15 de junio
EN ESTA PASADA PEÑA TIENE LA RAZÓN.
LOS DIRIGENTES ESTUDIANTILES ESTAN PURO DANDO JUGO.
CADA AÑO QUE PASA CONVOCAN MENOS APOYO.
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16 de junio
Pablo Solri con sólidos argumentos desenmascara el despotismo, el autoritarismo, y la desconfianza en las mayorias, en la democracia, de Carlo Peña. Asi es, según el rector Peña los tribunales de justicia son un antro de canallas que imponen fallos con votos.
«Los tribunales (también el constitucional) deciden por mayoría simple y nadie acusa ahí al bando ganador de pertenecer a la calle (o la canaille).
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16 de junio
Carlos Peña es coleguilla de JJ Brunner, ejemplo absoluto de ‘intelectuales’, ‘expertos’ o “técnicos” que han contribuido al desastre que tenemos ahora.
Asi que ¿cual es la validez que tiene su opinion, si comulga con gentecita como Brunner, un tipo que incluso ha falseado su curriculum?
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