El placer del sexo que vive en mis venas siempre fue más caliente que el frío dogma de las bofetadas en los rostros de mis profesores. Mi egoísmo sexual me hacía estar sobre cualquier forma anormal del amor hasta conocerla a ella.Los golpes de la cama despertaban a los vecinos quienes, con envidia, gritaban maldiciones por no ser ellos los unidos en el cuerpo del pecado
Su corto cabello, sus senos como cerros vírgenes, su venus emergente, sus piernas cortadas por el mismo Dionisio y sus labios carnales que encerraba una lengua penetrante; me provocó un orgasmo solo al imaginar nuestra unión entre las camas de sedas blancas.
Era mi reflejo. Qué más puede pedir un hombre al poder sumergirse en los líquidos abismales de las entrañas oníricas que laten entre dos piernas presionadas por mi cuerpo. Placer y lujuria que no me arrepiento de gozarla hasta que reventábamos en un grito único.
Las noches pasaban entre intercambio de respiraciones aceleradas. Los golpes de la cama despertaban a los vecinos quienes, con envidia, gritaban maldiciones por no ser ellos los unidos en el cuerpo del pecado.
La vida continúo por meses. El sexo pasó a los extremos. Las posiciones cambiaban cada momento. Era la libertad total de nuestros cuerpos desnudos los que hablaban. Yo besaba sus pies hasta llegar al centro de su cuerpo sin ninguna reparación y ella hacía lo mismo. Los dogmas no nos importaban.
Sobre las mesas de las habitaciones, que recorríamos caminando desnudos sobre la casa, quedaban como adornos nuestras vestimentas. Su corsé rojo era mi fetiche y lo usaba amarrado en el cuello para las situaciones más deliciosas de nuestro sexo sin amor.
Los años pasaron como las nubes del cielo, mientras nuestros cuerpos fueron evolucionando al nivel de la detestable vejez otoñal. Pensé que el momento de pasar sembrar todas esas semillas en su vientre, tenía que dar una flor. Una mujer con sus ojos pardos y su libertad, que me enamorada, sería perfecta.
Maldito el día que la conocí, lo maldigo eternamente, como pudo hacer semejante acción sin consultarme. Yo creí en ella y en la vida que era vital de nuestro sexo duro y sin tapujos. Al hablarle de un hijo, solo me miró con sus ojos de verdugo, y su boca de víbora escupió que no era posible
Fui tuya y tú mío, pero mi derecho a abortar me pertenece.
Lo había hecho dos veces sin darme ninguna explicación coherente. El argumento liberal extremista me pareció un asco abominable. Me lo hubiera consultado, posiblemente lo entendería, pero sin decirme tan espantosa verdad, me movió una rabia parecida a un orgasmo.
No era solamente tu derecho el abortar, pues yo también estaba en ese vientre. Parte de mí era lo que decidiste sacar. Ese no es el problema. No hay problema. Si tú nunca te protegiste con un áspero condón y el máximo placer era eyacular en mi interior es la posición de un macho dominante… Nunca fui un macho dominante. Los dos dominamos nuestro sexo sin amor. Entonces ¿Por qué amabas tener un hijo si solamente era sexo duro y lujurioso?
Guarde silencio por unas horas mientras mi ira me decía que hacer para poder cobrar la afrenta de la mujer que amé. El calor de la habitación me cegó y comencé a balbucear frases sin sentido en medio de gritos incoherentes.
Ella me dijo: Nunca me dijiste de un hijo y yo jamás hablé de una hija. Era pecado que gozamos y podemos seguir comiendo por muchos años. Se quito la ropa y se sentó sobre mí y mis instintos fueron de darle placer por toda la noche.
Las décadas pasaron. Sentados en el parque, nos miramos a nuestros rostros saturados de arrugas. Los niños corrían entre nosotros. Ella me observó con sus ojos blancos y me susurro: Moriremos solos.
Comentarios
26 de abril
Gran narración
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27 de abril
Sin censura se lee mejor
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02 de mayo
Hola no colaboro en medios que censuran por ideas .
27 de abril
Prefiero cuando escribes cuentos y no análisis políticos. Es más creativo y menos perdida de tiempo.
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02 de mayo
Gracias por el comentario. Lo tomaré en cuenta.