Por los seis rumbos de Abya Yala, las palabras han encontrado numerosos rincones en los que guarecerse. Y no solo en las bibliotecas y en los centros de información y de documentación. O en las casas del saber, los rincones de lectura, los centros culturales y otros espacios populares y auto-gestionados.
A decir verdad, las «colecciones bibliotecarias» más esenciales del continente no están depositadas en estantes ni almacenadas en bases de datos digitales. Se encuentran –todavía, aunque quizás no por mucho tiempo– en las memorias de las narradoras, los sabios, las recordadoras, los cuenteros, las rezadoras, los alfareros, las cocineras, los tejedores… Esas colecciones (en general, grandes desconocidas) saltan de boca a oído, van de mano en mano, navegando por las siempre intrincadas y poco cartografiadas geografías de la oralidad. A veces, algunos fragmentos pasan a papel, o a un medio audiovisual. Pero, por lo general, todos esos saberes –y las formas lingüísticas que los codifican y a través de las cuales se expresan de manera inimitable– se mantienen en la inestable y variable intangibilidad de la palabra hablada.
Es en sus recuerdos y en sus bocas, además de en sus manos, como los artesanos (los pocos que continúan ejerciendo oficios tan antiguos como la propia sociedad a la que pertenecen) conservan los manuales, las especificaciones y los métodos de su labor, junto al tratamiento de los materiales, las particularidades locales de cada técnica y de cada elemento. Constructores de flautas y cesteros, creadores de máscaras y de vestidos, orfebres y tallistas, todos ellos y muchos otros guardan, preservan, enriquecen y transmiten sus personales «colecciones bibliotecarias» a través del habla y de la memoria.
Lo mismo hacen los narradores con las historias de su pueblo, especialmente las de creación: esas que cuentan cómo aparecieron ríos, montes y lagunas; que hablan de los diluvios y los incendios que acabaron con las razas primigenias; que recuerdan el origen de plantas y animales, de plumajes y pelajes, de aullidos y siseos; que festejan las hazañas de los héroes antiguos y repiten, para que jamás sean olvidadas, las ruindades de los espíritus del mal. Pero también las que recogen los muchos pasos que ese pueblo ha dado a lo largo de las páginas –dichas o escritas– de la Historia. Narraciones de invasiones, de guerras, de hambrunas, de migración, de atropellos, de pérdidas, de colonizaciones, de olvidos. Relatos demasiado habituales, por desgracia, en todas las latitudes que cortan Abya Yala de lado a lado.
Otro tanto hacen quienes rememoran las genealogías: esas líneas de sangre que vinculan una generación con la siguiente, un clan con el vecino, un antepasado lejano con todos sus muchos descendientes. Quienes saben de hierbas que sanan y que matan, y de insectos que se comen, y de frutas que no. Quienes hacen parir a la tierra y a las mujeres. Quienes archivan en su mente los detallados mapas de una costa o de una sierra: esos planos en los que se nombra cada rincón, cada peñasco y cada hondonada, por los que corren todos los vientos y en los que están marcados los abrevaderos de la caza y los depósitos de la arcilla.
O quienes combinan todo lo anterior: verdaderos bibliógrafos que conectan los espacios y los paisajes con las gentes que los habitaron y las historias –de los tiempos míticos, de los tiempos actuales– que vivieron. Enciclopedias andantes que unen todos los conocimientos en un solo hilo.
Todos ellos pueden recoger, organizar y transmitir saberes utilizando la palabra dicha, y los gestos que siempre, indefectiblemente, la acompañan. Pero también mediante muchos otros sonidos: el canto, la música, o una mezcla heterogénea de relato, canción y melodía. O a través de otros medios intangibles: la danza, por ejemplo, o las representaciones «teatralizadas», o tal vez algunos juegos infantiles…
Otra serie de fondos documentales de estas tierras encerradas entre dos océanos consisten en objetos en los cuales se ha codificado información. Objetos que nada tienen que ver con un «libro» como tal, al menos morfológicamente, pero que cumplen una función similar: la de preservar sobre ellos o en su interior una serie de datos, y rescatarlos así del olvido. Pueden ser tejidos de lana o de fibra vegetal, en los que se anudan relatos del tiempo antiguo, o alguna de esas normas no escritas que siempre han regulado el comportamiento de un grupo. Pueden ser máscaras que encierran, en sus tallas y adornos, un puñado de creencias y esperanzas. Pueden ser cacharros de cerámica en cuyas superficies más o menos pulidas, más o menos decoradas, se reflejan las representaciones esquemáticas del universo. O pueden ser elementos tangibles que tengan una duración efímera: una pintura facial, un arreglo en los cabellos, un juego de hilos o un dibujo en la arena.
Y finalmente están los libros: desde los códices zapotecas, mixtecas, mayas y mexicas hasta las modernas monografías, revistas o enciclopedias, ya sean en papel o digitales. Y, junto a ellos, muchos otros tipos documentos: los archivos de video y audio que circulan a través de la red de redes, las fotografías y diapositivas, los grandes planisferios, las cartas, los folletos y panfletos…
En Abya Yala, a veces las palabras no son más que aire que se mueve; otras, están atadas a las fibras de un papel, o representadas sobre una pieza de madera, o convertidas en códigos binarios en una memoria óptica. Sea como sea, todas ellas han encontrado numerosos rincones en los que guarecerse: bibliotecas, «libros vivientes», centros de cultura, casas comunitarias… Ninguno de ellos debería tener mayor valor, ni más importancia, ni un estatus diferente al de los demás, a pesar de las muchas opiniones (y otras tantas políticas) que apuestan por la modernidad y abandonan o condenan al olvido a las anteriores formas de almacenar y transmitir conocimiento. Pues todos ellos conservan pequeños fragmentos de la identidad, de la memoria y de la cultura de un continente entero.
Las "colecciones bibliotecarias" más esenciales del continente no están depositadas en estantes ni almacenadas en bases de datos digitales. Se encuentran –todavía, aunque quizás no por mucho tiempo– en las memorias de las narradoras, los sabios, las recordadoras, los cuenteros...
Fragmentos que, como teselas de un inmenso mosaico, solo permiten apreciar la imagen completa cuando se (re)unen.
Serie Palabras habitadas [02]. Saberes, libros y voces latinoamericanos. Una compilación de experiencias bibliotecarias desde Abya Yala.
Lecturas
Civallero, Edgardo (2016). La biblioteca como trinchera. De resistencias, militancias, políticas y estantes con libros. Fuentes, Revista de la Biblioteca y Archivo Histórico de la Asamblea Legislativa Plurinacional, 45, septiembre de 2016.
Colombres, Adolfo (2006). La literatura oral y popular de nuestra América. Quito: IPANC
Grenier, Louise (1999). Conocimiento indígena. Guía para el investigador. Cartago: Editorial Tecnológica de Costa Rica.
El autor
Edgardo Civallero (Buenos Aires, 1973) es licenciado en bibliotecología y documentación por la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina). Como bibliotecario, se ha especializado en servicios bibliotecarios para poblaciones indígenas y «minoritarias», en recolección y gestión de documentación sonora (música y tradición oral), y en clasificación del conocimiento. Es, además, músico, escritor e ilustrador.
Los contenidos publicados en elquintopoder.cl son de exclusiva responsabilidad de sus respectivos autores.
Te invitamos a conocer nuestras Reglas de Comunidad
Liliana
hola, quisera tener las publicaciones en nuestra biblioteca!!!