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Sorteo para senadores y diputados

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Mientras se llevaba a cabo un interesante debate en torno al voto y la ciudadanía, propuse sortear los cargos políticos, es decir, usar un mecanismo utilizado en la vieja democracia ateniense, para mejorar nuestra elitista  y oligopólica democracia.

La propuesta –que es debate- fue puesta en duda sin analizarse de manera profunda la alta implicancia democrática que tal mecanismo tiene, y sus aportes para destrabar una democracia ahogada por el elitismo y la partitocracia. Debido a eso, me propuse redactar esta primera reflexión-propuesta.

La democracia como statu quo

En la actualidad pocos -de manera abierta- se plantean contrarios a la democracia –aunque las estadísticas antes decían otra cosa-. Todos parecen entender lo que decía Churchill, que “la democracia es el peor sistema de gobierno diseñado por el hombre. Con excepción de todos los demás”. Eso ya es un buen indicio, pero no suficiente. ¿Por qué?
Porque aún cuando nadie plantea abiertamente como ideal un sistema autoritario, pocos definen la democracia de manera concreta, debido al carácter polisémico del concepto; que va desde una concepción como simple gobierno de mayorías, hasta una concepción como contrapesos institucionales al poder.

La mayoría relaciona el concepto simplemente con elecciones y voto, agregando incluso en muchos casos, anexos abstractos que contradicen criterios básicos para poder hablar de democracia. En ese sentido, hay cierta postura conservadora en cuanto a la democracia, sobre todo cuando se plantean mecanismos democráticos poco convencionales, que a priori se consideran arriesgadas o poco viables.

Incluso conceptos como separación de poderes, igualdad ante la ley, derechos civiles y políticos, controles institucionales al poder, federalismo, o mecanismos como referéndums y plebiscitos, para algunos suenan contrarios a la democracia, o academicistas. Lo mismo ocurre con el sorteo de cargos. Para muchos, parece algo imposible e incluso descabellado.

Se olvida que ese mismo sesgo operaba cuando se proponía el sufragio universal, o el derecho a voto para las mujeres. Sin embargo, y a la luz de los hechos, queda claro que dichos reparos contravenían el carácter perfectible de la democracia como sistema (hoy nadie plantea negar el derecho a voto a las mujeres o el voto universal).

La democracia no es sólo el acto de votar y elegir; es una especie de condición abierta al cambio pacífico, perfectible, que no sólo se debe sustentar en un sistema político democrático que respete derechos básicos, sino que en una sociedad democrática, abierta al debate. Eso marca la diferencia con las sociedades cerradas donde se impide el libre desarrollo de los individuos al fomentar el autoritarismo de ciertos líderes –algunos octogenarios– sustentados en el colectivismo, lo tribal, las supersticiones o lo mágico.

No obstante, nuestras sociedades y democracias mantienen ciertas supersticiones relativas al poder político. Así, aún cuando las revoluciones liberales planteaban romper con el antiguo régimen monárquico, nuestras democracias siguen operando bajo el principio monárquico de antaño (como decía Rudolf Rocker), que el despotismo ilustrado reprodujo invariablemente.

No es raro entonces que las elecciones se lleven a cabo como un ritual basado en una superstición: atribuir a los líderes supuestas cualidades excepcionales para gobernar. Tampoco es extraño que dichos líderes asuman lo anterior como una verdad, y vean a los electores como una masa incapaz de autogobernarse, que debe ser guiada como un rebaño e iluminada -incluso obligada a ser libre- hasta en las más ínfimas decisiones.
Esa superstición verticalista es invariable, se le llame democracia popular, socialista, liberal o representativa. Es la lógica elitista y paternalista que impera de manera subrepticia en nuestra democracia, promovida tanto por las élites –que desconfían de los ciudadanos- como por los ciudadanos –que desconfían de si mismos-.

Mientras el discurso político apela a la ciudadanía y la importancia de su participación en los asuntos públicos, en la práctica los ciudadanos se enfrentan a barreras de entrada formales e informales, que los relegan y excluyen, no sólo en cuanto a la posibilidad de postular a cargos de elección popular sino también en cuanto a la organización interna de los partidos políticos.

Es decir, toda la estructura democrática, partidaria y electoral es elitista y no fomenta la ciudadanía sino que la mera disciplina electoral. Obviamente, las élites y agentes del campo político niegan esto. 

El sorteo es más democrático

El sorteo de cargos -que incluso Aristóteles proponía-, es una posibilidad de romper con tal stato quo, pues permite romper barreras de entrada formales e informales imperantes en nuestra actual democracia. Como decía Montesquieu: “el sufragio por sorteo está en la índole de la democracia; el sufragio por elección es el de la aristocracia”.

Tal mecanismo podría aplicarse en cuanto diputaciones o senatorias, entre mayores de edad, que sepan leer y escribir. Implica además, fortalecer mecanismos de control y limitaciones en cuanto al ejercicio mismo del poder. Esto permitiría acceder a tales cargos –por períodos determinados y sin reelección- a ciudadanos comunes, sin mediar nexos partidarios, capital económico u origen social. El único requisito: cumplir con los mismos requisitos que se piden para ejercer el sufragio, y estar dispuesto.

Se establecería una demarquía, donde quienes ejercen cargos de gobierno son seleccionados de manera aleatoria, al modo de los jurados en ciertos sistemas judiciales. Esto evitaría el hecho de que –como decía Thomas Jefferson- “Todo gobierno degenera cuando se confía solamente a los dirigentes del pueblo”.

La competencia y calidad política se elevaría porque el acceso a cargos dependería del azar, y no de formas de popularidad o clientelismo, que pueden ser logradas por cohecho. Dejo abierto el debate.

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Foto: Vin60 Licencia CC
 

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