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Sobre las designaciones: probidad y transparencia en la función pública

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Los recientes casos de designaciones y remociones automáticas de gobernadores y otros funcionarios públicos de confianza, saca a colación el trascendental papel que cumple en un Estado de Derecho la probidad y la transparencia en el ejercicio de toda función pública.

Por “función pública” entiendo, en sintonía con la doctrina más autorizada, aquella que se deriva de una inmisión total o parcial del Estado en una o más actividades (función pública en sentido amplio), sin perjuicio que en esta ocasión sólo me referiré a ella en su faz “administrativa” (función pública restringida).

Ambos, principios que no sólo informan el Derecho de la Administración sino, en general, todo el Derecho Público o del Estado, suponen contestar preguntas que constituyen, a su vez, la fuente y medida de su aplicación: ¿hasta dónde alcanza el deber de probidad respecto de quienes pretenden ejercer una función pública? ¿Cómo se compatibiliza dicho deber (art. 8 CPR) con, a su turno, la garantía que tiene toda persona de ver blindada su intimidad y honra particular (art. 19 Nº 4 CPR)? Por último, ¿es legítimo que los ciudadanos requieran de quienes ejerzan una función pública el cumplimiento de estándares de decoro profesional más elevados que los tradicionales?

Diré, de plano, que de los funcionarios públicos, y en especial, los de “alta confianza”, sí se requieren que cumplan con estándares de cualificación personales más elevados que los de común aceptación, que la garantía de la protección de la vida privada limita su espacio (“limita” no es igual que “desaparece”) frente a principios sociales utilitarios de transparencia y probidad, y que finalmente, éstos cubren al funcionario durante todo el desarrollo de su vida y carrera funcionaria. ¿Por qué?

Debemos empezar señalando que la función pública supone, ante todo, que estamos frente a un tipo de relación distinta a una particular. Esa consigna es más trascendente que una mera diferenciación semántica entre los conceptos “público y privado”. En efecto, la función pública supone una relación entre Administración y funcionario, que es legal y de derecho público a la vez. Aun más: el ejercicio de la función pública es “especial”, en el sentido que no es cualquiera quien puede verse vinculado a ella. En el nombre del Estado, es el funcionario quien lleva a cabo la labor pública.

Junto con el sentido de la relación especial que se deriva, la función pública tiene por objeto (la “función” pública también tiene su propia función) el desarrollo de ciertas “expectativas” sociales, que el Derecho estima dignas de acoger y reconocer: el bien común. Se trata, entonces, de la promoción de un “interés público”.

No entraré a discurrir sobre la naturaleza del bien común, en tanto “bien de todos” o bien solamente “público”. El lector puede analizar, con más detalle, lo que supone una y otra acepción del bien común, si admitiera tal escisión, revisando lo que plantea Antonio Rosmini en «Filosofia del Diritto» (vol. II).

Diré, de plano, que de los funcionarios públicos, y en especial, los de “alta confianza”, sí se requieren que cumplan con estándares de cualificación personales más elevados que los de común aceptación, que la garantía de la protección de la vida privada limita su espacio (“limita” no es igual que “desaparece”) frente a principios sociales utilitarios de transparencia y probidad, y que finalmente, éstos cubren al funcionario durante todo el desarrollo de su vida y carrera funcionaria.

Y como tales expectativas suponen recursos para hacer efectivo su cumplimiento, es que el Estado, además de hacer “especial” a quien actúa en su nombre, lo dota de herramientas legales y materiales para llevar a efecto su cometido. Lo que hace que la carga pública en su contenido y en su ejercicio suponga elementos que son lúcidamente diferentes a una común.

Refuerza lo anterior un hecho que no es intrascendente: a diferencia de lo que ocurre con las investiduras públicas propiamente políticas (tales como Presidente de la República, Consejeros Regionales, Diputados, Senadores, Alcaldes y Concejales), el resto de la función pública es investida en su calidad de tal sin la anuencia o convalidación directa de la ciudadanía.

Al ser investiduras de exclusiva confianza del Presidente de la República, recorren en línea paralela el cedazo que supone ser nombrado vía escrutinio popular.

Son estas tres características (relación, función e investidura especial) las que imponen cargas más gravosas a sus destinatarios.

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