Hoy, la palabra “ciudadanía” es muy usada por diversos actores públicos y políticos que han visto en ella una oportunidad para un acercamiento mayor a la población y solucionar las problemáticas que ella reclama
Sin embargo, el marco regulatorio disponible es muy estrecho para contener una demanda que lejos de ser una aspiración particular de algunas organizaciones de la sociedad civil, se emparenta hoy con la necesidad de reformar un sistema político que está agotado.
Uno de los instrumentos de este marco es la ley 20.500. Una ley que tiene el valor de legitimar de manera transversal, la participación ciudadana en la gestión pública, instalándola en las normas de administración del Estado en todos los niveles: local, regional nacional. La 20.500 ha reconocido la participación ciudadana como un valor que quedó instalado en las normas de administración del Estado. Alivia la burocracia para la formación de asociaciones de diverso tipo, dispone de un fondo de fortalecimiento de la sociedad civil, obliga a la creación de Consejos de la Sociedad Civil (COSOC) en todas las reparticiones públicas –ministerios, servicios públicos y municipalidades- como instancias con las que debe contar la autoridad para hacer consultas, brindar información y –solo en un grado menor-hacer rendición de cuentas.
La ley, que fue promulgada el año 2011, tiene críticas sustanciales de sectores de la sociedad civil que le están realizando un exhaustivo seguimiento. Una crítica es coyuntural, y se refiere a la lenta instalación y reglamentación de la misma. La crítica más sustantiva es que los niveles de participación que garantiza, son sólo informativos y consultivos. Es decir, no otorga poder de decisión ni de acción.
Un criterio de la calidad de la democracia debe ser el grado de participación ciudadana en ella, y ciertamente que el fomento y sostenibilidad de la participación no puede ser reducida a una ley de asociacionismo y de generación de órganos consultivos, con recursos exiguos y una institucionalidad débil por no decir inexistente.
La democracia en Chile hoy ni siquiera alcanza el estándar representativo de otros países: por la falta de representatividad proporcional que implica el sistema binominal, porque los territorios (regiones) no eligen sus autoridades, porque los dirigentes sociales tienen veto para la participación política, por la inexistencia de mecanismos de participación social vinculante como la formulación ciudadana de proyectos de ley, o el ejercicio de mandato revocatorio, o plebiscitos y consultas que tengan efecto político, entre muchas otras razones.
"Un criterio de la calidad de la democracia debe ser el grado de participación ciudadana en ella, y ciertamente que el fomento y sostenibilidad de la participación no puede ser reducirla a una ley de asociacionismo y de generación de órganos consultivos, con recursos exiguos y una institucionalidad débil por no decir inexistente".
En este marco, la Ley de Participación Ciudadana llena una pequeña parte de los vacíos democráticos de nuestra institucionalidad. Su principal debilidad radica en que los alcances de la participación de los COSOC están limitados por la ley y por las decisiones de la autoridad respectiva. E incluso el incumplimiento de la Ley por la conformación de estos Consejos, no produce mayores consecuencias sancionatorias. En tal sentido si ninguna decisión de los representantes ciudadanos es vinculante, la participación deviene en mera opinión.
El tema del financiamiento es crucial. El Fondo de la Ley 20.500 es escaso e institucionalmente feble. Pero tampoco basta con perfeccionar el Fondo. Hay otras críticas que subyacen en su forma, tales como la falta de coherencia, tanto de dispositivos y/mecanismos, con los que dispone el Estado para financiar a las OSC; la discrecionalidad con la que opera este financiamiento, y los poco claros contornos en que se desenvuelve el tema de las donaciones. O la falta de reconocimiento de la diversidad de los actores de la OSC; en particular un financiamiento a las organizaciones que trabajan en temas relativos a derechos, bienes públicos, y defensa de bienes comunes. Por ello, es necesario crear un Sistema Nacional de Financiamiento para la Democracia que incluya a los actores sociales. Porque la democracia tiene un valor, por algo hay acuerdos políticos transversales para financiar a los partidos políticos, a través de las campañas, y otros mecanismos. El diseño del financiamiento de las OSC debe ser visto también como mecanismo de reconocimiento, de puesta en valor de la participación ciudadana, fomento de la articulación social y generación participativa de políticas públicas, entre otros criterios. Respecto de la institucionalidad, montos y procedimientos, el Fondart parece ser un modelo que puede ser emulado con fines sociales.
Nuestra propuesta es, que además del perfeccionamiento de esta Ley, las Organizaciones de la Sociedad Civil estén incluidas en un diseño de la democracia que les otorgue valor, porque la participación ciudadana es una medida de la calidad de la democracia. El debate sobre cambio de la Constitución es muy propicio para incluir esta propuesta. La crisis del sistema político obliga (y es lo que la ciudadanía más consciente espera), a que las bases decisionales sean más amplias, menos piramidales.
Por Miguel Santibañez
Presidente
Asociación Nacional de Organismos No Gubernamentales Acción AG.
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