La idea de reivindicación gay en Chile ha tenido más que ver con la importación de estereotipos para el ghetto de fin de semana que con plataformas políticas de derechos civiles ampliamente respaldadas.
Hay ideas. Ideas que se establecen, que perduran y a las que se les cavan trincheras defensivas reales o imaginarias con mayor o menor aplicación. Ideas razonables y sensatas, y otras que parecen serlo pero que no encierran otra cosa que un alambicado mecanismo de prejuicios y miedos con un centro vacío y podrido.
En 1965 en la mayor parte de los estados norteamericanos había revocado la prohibición para matrimonios interraciales. En Virginia, uno de los estados en los que la prohibición existía, un hombre y una mujer de diferente color, decidieron violar la ley y contraer matrimonio. Fueron arrestados y el juez declaró: “Dios todopoderoso creó las razas blanca, negra, amarilla, malaya y roja y las colocó en distintos continentes (…) El hecho de que haya separado las razas muestra que su intención no era que luego se mezclaran”. (“Historia del matrimonio”, Stephanie Coontz, Gedisa, 2005).
Años más tarde, después de las revueltas iniciadas en el Bar Stonewall de Nueva York que impulsaron la idea del “orgullo gay”, el presidente norteamericano Richard Nixon habló sobre ambos asuntos. Nixon comentó que podía entender el matrimonio entre blancos y negros, pero en cuanto a los matrimonios entre personas del mismo sexo fue más cauto y lanzó un cálculo a largo plazo “supongo que sucederá el año 2000”. Erró unos años pero al menos no recurrió a la escolástica de cocción rápida con la que se suele argumentar en estos casos.
La Concertación sustentó durante sus gobiernos la idea de igualdad como bandera de lucha. Una idea que suponía una tarea inmensa en un país en el que la inequidad es una forma de vida. Había que restaurar derechos, reparar daños, juzgar crímenes, sepultar el miedo. Un entrevistado para un libro que preparo recuerda el cinco de octubre del 88 como una explosión de alegría que en su caso duró poco. Trabajó activamente como opositor a la dictadura en la universidad, aspiraba un cambio y se sintió parte del retorno a la democracia hasta que los hechos lo hicieron a un lado. Era homosexual, y el arcoíris concertacionista no contemplaba sus aspiraciones de igualdad. Se fue de Chile, hizo una vida fuera. Muchos lo han hecho, muchos lo harían si tuvieran la posibilidad.
La igualdad tenía una frontera bien custodiada, y el límite estaba en una de las más recurridas frases para frenar los cambios: “El país no está preparado”. Así lo dijo el Presidente Lagos en 2004 en una entrevista en la que le preguntaron por el matrimonio gay. Antes el país no había estado preparado para la democracia, tampoco lo había estado para legislar sobre el divorcio, ni para ver una entrevista a Michael Townley. En su momento tampoco lo estuvo para la educación pública, ni para la igualdad de los hijos ante la ley. El país tampoco estuvo preparado para juzgar a Pinochet sino hasta que se fue de viaje.
La izquierda chilena popularizó la expresión progresismo en el país sólo en la última década. Era un progresismo de programa de gobierno, una especie de puesta al día con la modernización brillosa de las reuniones internacionales y los tratados de libre comercio. Un aire tibio de bienestar social que le hizo sentir a muchos que la prosperidad de los índices de crecimiento se traducía en una vida algo más digna. Pero ese progresismo que se sentía deudor de los grupos de la Iglesia Católica que acogieron a las víctimas de la dictadura, era también heredero de un pasado homofóbico.
El presidente Allende se jactaba de que en su gobierno no había ni ladrones ni maricones. ¿Podía alguien militar en los partidos de izquierda y ser abiertamente homosexual? En los 70, naturalmente no. En abril de 1973 El Clarin sembraba la alarma: “Ostentación de sus desviaciones sexuales hicieron los maracos en la Plaza de Armas”. En los 80 se dirá que las urgencias eran otras y en los 90 la expresión homosexual apenas se reducía a aquel sujeto anónimo para el que se diseñaba una campaña de prevención del Sida que la Iglesia permanentemente boicoteaba.
La idea de reivindicación gay en Chile ha tenido más que ver con la importación de estereotipos para el ghetto de fin de semana que con plataformas políticas de derechos civiles ampliamente respaldadas. Hubo proyectos, sí. Pero de esa clase de proyectos destinados a entrar en el coma parlamentario ¿Qué harán con nosotros compañeros? Se preguntaba Lemebel. Y la respuesta pareció ser “ignorarlos”.
En la última campaña presidencial la derecha chilena tomó una bandera que la izquierda nunca se interesó en agitar más allá de una cita fugaz en un spot de campaña. Porque la consideraba innecesaria, porque no le interesaba y porque no era parte de su propia historia. El acuerdo de unión civil sustentado por parte de la derecha es un gesto tibio de reconocimiento de una realidad, un gesto cojo, una mueca pero al menos una señal que incluso tuvo un rostro con nombre y apellido en el spot de campaña de Piñera. En la Concertación pasaron 20 años y eso jamás sucedió. Tampoco ha sucedido ahora que el progresismo marque la diferencia y hable de igualdad, no de acuerdo sino de matrimonio. Tal vez sea que Chile, como es habitual, nunca termine de estar preparado.
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