Supuestamente nacemos todos iguales y tenemos los mismos derechos. Es deber de quienes sostienen lo contrario explicarnos por qué no debe ser así y cuál es el criterio que justifica la diferencia. En esto no vale decir el “matrimonio es sagrado”, porque hablamos de (y exigimos) matrimonio civil en un Estado laico.
Acabo de ver Lincoln. Aunque es una buena película, es un tanto irregular; de todas formas, son memorables las interpretaciones del reparto en general, en especial, aquella de Daniel Day-Lewis y, sobre todo, la de Sally Field. Puede que lo más interesante de la cinta sea lo que ocurre en la Cámara de Representantes, allí donde se discute la aprobación de la Decimo tercera Enmienda de la Constitución de los EEUU, la cual, abolió oficial y definitivamente la esclavitud en aquél país. Dentro de la discusión, y aquí no hay ningún spoiler relevante, se presentan básicamente tres posturas: los que sostienen que negros y blancos no son iguales; aquellos que creen en la igualdad de todo ser humanos; y una especie de posición intermedia, para quienes, pese a no haber “igualdad en todo”, se debía reconocer “igualdad ante la ley”. La discusión es impactante: algunos buscaban imponer la desigualdad por discriminaciones arbitrarias. Desde luego, son otros tiempos, pero parece increíble que haya habido una época donde se discutía la igualdad ante la ley o los derechos a sufragio de la mujer, tiempos donde se discutían las (hoy) obviedades. Afortunadamente, una de las conquistas de la modernidad,al menos en occidente, ha sido la instauración de la igualdad ante la ley como uno de los principios básicos de la democracia contemporánea. Hoy pareciera lógico que la igualdad ante la ley es una condición necesaria para que haya democracia, y que no debería haber diferencias basadas en simples creencias o emociones, pero ¿es realmente así?
En esos tiempos habían algunos que sostenían diferencias entre negros y blancos. Se basaban en argumentos religiosos, en simples emociones, en que “Dios nos creó distintos” o en simples “tincadas”. Uno supondría que esa clase de fundamentos son ya inexistentes en nuestra sociedad contemporánea, pero por desgracia, no todo ha cambiado. Todavía hay quienes buscan crear desigualdad, fundándose en arbitrariedades. Sin más, esto sigue ocurriendo en nuestro Chile actual: hace un tiempo la UDI, junto a representantes de la Iglesia Evangélica, envió un proyecto de reforma constitucional para establecer que el matrimonio debe ser entre un hombre y una mujer. Hoy, estos parlamentarios han condicionado su voto por el AVP a la aprobación de dicha reforma.
El diputado Gonzalo Arenas llegó a afirmar que el Acuerdo de Vida en Pareja (AVP) era “en la práctica, un verdadero matrimonio entre personas del mismo sexo”. Es tan irrisoria la afirmación del diputado que cuesta pensar que realmente cree lo que dice. El AVP está muy lejos de ser un matrimonio y es ese el problema. Con la reforma constitucional buscan que elquórum exigido para aprobar el matrimonio homosexual sea tan alto que haga imposible su regulación, tan imposible como creer que el diputado piensa lo que dice. La propuesta es escandalósamente anacrónica, es como si volviéramos al siglo XIX, es como si volviéramos a ser Lincoln y estuviéramos en los tiempos donde se discute sobre igualdad ante la ley y se pelea por obviedades.
En primer lugar, el AVP está en las antípodas del matrimonio igualitario. Aunque el proyecto es un avance, ya que desde la nada solo se puede avanzar, las críticas no han tardado en llegar desde diversos académicos e instituciones. Son particularmente interesantes las observaciones que ha hecho la fundación =Iguales a la iniciativa (disponibles en su página). Aunque sea vergonzoso, el AVP solo regula bienes muebles no sujetos a registro, es decir, no solo no incluye inmuebles, ni siquiera contempla autos, acciones, bonos, etcétera. ¿Podría parecerse al matrimonio una institución que solamente regulará bienes como una tele o una mesa? Una segunda diferencia –o insuficiencia- (¿para Arenas similitud?) es que el acuerdo no constituye Estado Civil. El homosexual o conviviente sigue siendo soltero, pero como somos muy considerados, podrá ir ante un notario y celebrar su acuerdo; algo así como una declaración jurada o una copia certificada. El matrimonio se celebra ante un Oficial del Registro Civil, pero son lo mismo. En el AVP no hay compensación económica para el más desfavorecido en caso de ruptura, en el matrimonio sí. En el AVP, la competencia sobre causas que se generen es de los Juzgados de Letras Civiles, y no de los Tribunales de Familia, como en el matrimonio, pero igual son lo mismo.
Las críticas son muchas y son proporcionales a las injusticias que genera la inexistencia de matrimonio igualitario. Como señala el profesor Antonio Bascuñán en una entrevista en Radio Zero (fecha 24/06/11), debe haber matrimonio para todos y regulación de la convivencia para todos (comoel AVP, porque no son lo mismo). Como explica, el AVP puede generar una serie de problemas del todo cotidianos, por ejemplo, si es que uno es citado a declarar en juicio, no tiene la obligación de hacerlo contra su cónyuge porque tiene una excusa, en cambio, el conviviente no la tiene; en caso de muerte, es el cónyuge quien decide qué hacer con los órganos, el conviviente no puede; nuevamente, en caso de fallecimiento es el cónyuge el que decide cambiar o no al difunto de cementerio, mas el conviviente no elige. Como dice Bascuñán, “no es la igualdad quien debe dar explicaciones”, es quien reclama el trato desigual el que tiene que justificar. Como vemos, Matrimonio y AVP no son lo mismo, pero personas como el señor Arenas insisten en pensar (o decir que piensan) lo contrario. ¿Dónde está la igualdad en estas instituciones? No lo sé. Quizás el honorable nos lo podría explicar.
Ya me referí en otra columna sobre la necesidad de superar ciertos lugares comunes como lo son afirmar que “el matrimonio es entre un hombre y una mujer” o que la homosexualidad “no es natural”. Ahora me gustaría señalar brevemente otras consideraciones al respecto. Desde ya, creo insostenible cualquier diferencia en el matrimonio. El único argumento que creo medianamente atendible, o que al menos puedo llegar a entender –mas no compartir-, es aquél de la oposición a la adopción. Pese a que la American Psychiatric Association (APA) ha declarado oficialmente que no hay problema para el niño en criarse con padres del mismo sexo, y que la comunidad científica en su mayoría, tanto instituciones psicológicas, pediátricas y psiquiátricas han insistido en lo mismo; puedo entender que alguien crea que no debe permitirse la adopción homoparental porque podría haber un daño a un tercero. Cuando hay un tercero es distinto porque hay otro interés que proteger, pero dejando de lado esto por ahora, cuando solo hay dos intereses particulares, me parece que no hay argumento alguno para hacer diferencias.
Los argumentos religiosos deben ser exiliados del debate. La secularización del Estado es otro logro democrático, por lo que, ya nadie puede imponer su credo, dogma o fe a los demás. De otro modo, la injusticia sería la única consecuencia posible. Aquellos que cuenten con la mayoría religiosa podrían imponer sus creencias a las minorías. Imaginemos que la Cienciología (sí, esa extraña religión de Tom Cruise y Alberto Plaza, la misma que viene ahora al cine) agarra vuelo y se vuelve masiva en Chile. Dada la oposición de esa religión a todo tratamiento farmacológico en enfermedades mentales o trastornos psicológicos, ¿tendríamos que prohibir, entonces, el uso de cualquier fármaco para tratar una enfermedad psiquiátrica? ¿Deberíamos proscribir el uso de antidepresivos o el de remedios para la esquizofrenia? ¿Haríamos una reforma constitucional para asegurar tratamiento religioso a todo demente? Evidentemente no, porque no podemos imponer a todos lo que dicta una religión particular. Del mismo modo, no hay razón para prohibir a dos personas que se aman no casarse. Al menos, no hay razones que vayan más allá de reclamar la sacralidad del vínculo marital. No hay razón para obligar a homosexuales a concretar su vínculo ante notario; no podemos negarles los derechos sobre los órganos del occiso; no debemos obligarlos a declarar contra su enamorado en proceso judicial, etcétera. Supuestamente nacemos todos iguales y tenemos los mismos derechos. Es deber de quienes sostienen lo contrario explicarnos por qué no debe ser así y cuál es e lcriterio que justifica la diferencia. En esto no vale decir el “matrimonio es sagrado”, porque hablamos de (y exigimos) matrimonio civil en un Estado laico. Tampoco es justificación suficiente señalar que “la familia es el núcleo de la sociedad”, porque, si bien puede ser correcto, la noción de familia puede cambiar, por lo que, deben explicarnos porque solo debemos aceptar la familia heterosexual.
Hoy nos avergonzamos de aquellos que defendían la esclavitud. Nos cuesta entender que en otros tiempos se creyó que los negros no tenían alma, que no eran personas o que eran una cosa susceptible de propiedad. En unos años –quizás, al paso que vamos, en Chile sea en unos siglos- nos avergonzaremos al recordar que habían algunos que argüían por discriminaciones arbitradas basadas en inclinaciones sexuales. Recordaremos con pesar como (esos mismos) se oponían a la ley de divorcio. Recordaremos, queriendo olvidar, como algunos incapaces de distinguir entre matrimonio religioso y matrimonio civil, quisieron imponer constitucionalmente sus creencias al resto. Entre particulares (o sea cuando hay solo intereses privados), mientras no se afectea terceros o se comprometa el interés público, debe primar la libertad (esa que ellos mismos reclaman cuando conviene).
Veo la pantalla del cine y veo con espanto discusiones de otros tiempos. Ahora veo nuestro Chile; pienso en el país que estamos construyendo y no puedo sino observar, con el mismo espanto, como queremos –en el Siglo XXI- vivir en el Siglo XIX.
Más allá de conocidos rumores, solo puedo preguntarme: ¿Qué pensaría Lincoln si viviera en nuestros tiempos?
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