Recordé la carta de mi abuelo a mi padre para el día de su cumpleaños del 76, ya exiliado y con muy mala salud, en la que le decía que la vida ofrece con frecuencia duras pruebas, las que importa vencer con decisión y firmeza. Sí, ellos creían en algo, ellos creían en ideales de cambio. Ese fue su pecado, ese fue el pecado de todos los que estaban este 23 y 24 de noviembre en la pampa.
El pasado 23 y 24 de noviembre del 2013, viajé por segunda vez a Chacabuco, la ex salitrera ubicada a 95 kilómetros de Antofagasta, declarada monumento nacional. Fui como parte del grupo de apoyo de la Corporación Memoria Chacabuco, que conmemoraba los 40 años de apertura del campo de concentración en ese lugar por la Dictadura. Mi vinculación con esta corporación y con este lugar, es mi abuelo, quien estuvo allí como preso político durante meses de 1974, entre tantos otros campos de concentración.
La primera vez que viajé, lo hice con un prisionero político de aquella época, un chacabucano, que intrigado por mi inquietud, me hizo parte de su experiencia, volver al lugar que tanto dolor le causó y contar su historia a la sociedad. En esta segunda oportunidad, viajé con mi marido y mis dos hijos. En un momento, pensé en invitar a mi papá, pero decidí no hacerlo por cuidar su salud.
Camino a Chacabuco noté una gran diferencia. A poco más de un año de haber pasado por ahí, la modernidad y la tecnología, a través de una autopista iluminada con focos alimentados por energía solar, no permitieron que mis hijos dimensionaran la lejanía que sí viví en mi primer viaje, en que aún la precariedad del camino permitía vislumbrar la soledad y la vulnerabilidad del ser al encontrarse en medio de la nada. Difícil aún más pensar cómo sería en 1973. De ahí mi perseverancia en que la historia sea bien contada. El tiempo hace débiles las memorias y la tecnología oculta las complejidades de la vida.
Llegando a Chacabuco se percibían distintas místicas, y en particular para mi, no fue lo mismo. Sin embargo, la importancia de estar ahí era tan o casi más grande que la primera vez, en la que me impactó el abandono, el silbido del viento, la inmensidad de una tierra desconocida. Sola, sí, aquella vez fui sola, con un chacabucano, que conocía desde hace dos días y estaba ahí con él, escuchando su historia, una historia de dolor, de abandono, de tortura sicológica y física, donde los exponían al calor del día y al gélido frío de la noche desértica, con migajas de comida y con escasez de agua. En esa oportunidad, me puse en el lugar de mi abuelo, me senté, también caminé y recorrí los rincones de Chacabuco sin otra experiencia que sentir el miedo, la soledad y mi vulnerabilidad de no saber cuál sería mi destino. ¿Masoquismo? No, realismo. Si no nos compadecemos de nosotros mismos, no somos capaces de ponernos en el lugar del otro y ser mejores personas. Y esta persona para mi era el padre de mi padre, a quién adoro, y que también calla su dolor por no saber qué pasó con su padre. ¿Trauma transgeneracional? Eso se lo dejo a los expertos, lo mío es puro sentimiento.
Estando ya en Chacabuco, rodeada de tantos buses, autos particulares, familiares de chacabucanos y los mismos chacabucanos, viví el momento de los abrazos emocionados compartiendo las experiencias que juntos vivieron en ese lugar, más las desaventuradas travesías que les tocó vivir luego de aquella estadía, al ser muchos, casi todos, expulsados de su patria. Recordé la carta de mi abuelo a mi padre para el día de su cumpleaños del 76, ya exiliado y con muy mala salud, en la que le decía que la vida ofrece con frecuencia duras pruebas, las que importa vencer con decisión y firmeza. Sí, ellos creían en algo, ellos creían en ideales de cambio. Ese fue su pecado, ese fue el pecado de todos los que estaban este 23 y 24 de noviembre en la pampa. Ninguno de ellos era delincuente, ninguno de ellos era guerrillero. Más de 100 familias, a las que la vida les heredó una dura prueba que aceptaron y hoy se encuentran con el alma dolida pero enteros, de pie, con la frente en alto, cerrando un ciclo que hace menos dolorasas las cicatrices pero no las borra.
He visto en este lugar a mis hijos recorrer Chacabuco, en busca de la casa en la que vivió mi abuelo, su bisabuelo. Sin embargo, sentí que no pude estar con ellos, acompañándolos a conocer una historia como me la contaron a mí, pero se las arreglaron para conversar con varios de ellos, quienes les contaron también esta triste historia. Una historia que sale en pocos libros, pues los libros estan escritos por ellos mismos y no todos se conocen, no se estudian, la historia oficial es otra, los testitomios parecen no ser oficiales, pero son reales para varios miles de personas. Quizás más, pero que importa la cantidad. Aunque fuese uno, su valor sería el ser testimonio real, parte de la historia de un Chile ciego, la misma ceguera en la que hasta hace un año yo vivía.
Mi abuelo se fue expulsado a Alemania sin contar su historia. Sus palabras las guardó y se las llevó a su tumba, sin volver a su patria como él quería. Los recuerdos tallados de las casas y una iglesia de Chacabuco que hoy ya no existe, reducida a cenizas y clavos oxidados, son los testimonios más potentes que me heredó. Con ellos nace la inquietud de saber dónde, cómo, cuándo y por qué los hizo, por qué era necesario para él dejarlos. Fue así como conocí a estas personas, a estos presos políticos, quizás mejores personas que yo, que no tengo una definición política ni un norte idealizado que me trace el camino.
Gracias Luis Soto, Gabriel Reyes, Manuel Rojas, Hugo Valenzuela, Jorge Montealegre, Ernesto Parra, Guillermo Orrego y a tantos chacabucanos más, que me recogieron en el camino y me adoptaron en esta travesía de mi vida. Ellos son la memoria viviente, potente, que debe ser escuchada, no para tener sus ideales, si no para que las generaciones venideras, sean mejores generaciones, con sus propios ideales, con valores humanos, con el respeto por la vida y por la ”sustentabilidad” humana. De qué sirve ser dueño del mundo, si no existe mundo.
Me siento orgullosa de haber sido parte y testigo de esta conmemoración de los 40 años de apertura del campo, de ser parte y testigo de lo que significara el cierre de un ciclo para muchos chacabucanos, de escuchar y sentir ese llanto consolador que sólo da la vida al entregar una nueva oportunidad a estas personas de reencontrarse consigo mismas para sanar y curar, y llevar a sus hijos y nietos que cimentarán los valores de una sociedad más justa. Fue emocionante ver cómo le dedicaba una canción a Manuel su nieto, reconociendo la grandeza de hombre que es. O ver a Gabriel hijo recorriendo y organizando esta conmemoración para ayudar a su padre chacabucano. O a María Victoria, reivindicando la memoria de su hermano Luis. O ver recorrer el lugar a Jorge de la mano de su hija Miranda.
Perdóname papá por no llevarte en esta conmemoración de los 40 años. En Chacabuco mismo pensé que quienes deben cerrar un ciclo, son tú y tus dos hermanos, reivindicando el nombre de tu papá, mi abuelo.
La memoria viva es lo que valoro de este tiempo, en el que la historia aún puede ser contada por sus propios protagonistas, sin enjuiciarlos, sólo escuchándolos. El juicio es el que espero tengamos nosotros y nuestras generaciones futuras, de saber usarlo para la creación de una sociedad mejor y más justa.
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