Mientras nuestra clase política está discutiendo actualmente si es necesario reconsiderar los aspectos de la reforma tributaria o la reforma educacional, sería mejor dejar de insistir en políticas que promuevan el canibalismo, así como cualquier estrategia que fomente la balcanización. Es tiempo de invertir recursos e instituciones que apoyen un cambio cultural que nos haga sentir a todos parte de un mismo conjunto social.
Sea por la razón que fuere, durante décadas, se mantuvo una noción denominada «gasto focalizado», un pensamiento mediante el cual los individuos terminaban luchando por hacer méritos para calificar ante los ojos del Estado.
Bajo esta mentalidad, surgieron programas como los microemprendimientos del Fosis, las erradicaciones de campamentos mediante depósitos de sumas simbólicas en cuentas de ahorro y la educación subvencionada con financiamiento compartido. Los casos previamente citados, por un fin de estimular una movilidad social low cost, erosionaron la solidaridad al interior de una comunidad.
Como consecuencia, los esfuerzos excepcionales de los ciudadanos se convirtieron en la norma. Todo quien no lograra «doblarle la mano al destino» quedaba condenado a ser expulsado de la lucha oficial contra la falta de oportunidades. Este posicionamiento consiguió una diferenciación caníbal entre «esforzados» y «estancados», en la cual estos últimos se convirtieron en los parias y en los dueños de su propia marginalidad. Con suerte, los «estancados» quedaron en manos de acciones del Estado de menor nivel o bien de organizaciones evangelistas.
Mientras tanto, todos quienes se sentían esforzados (provenientes de la marginalidad o no) luchaban por emigrar del estancamiento, pagando en la medida de sus bolsillos los peajes por bienes de distinción: el financiamiento compartido del colegio («la educación es un bien de consumo», expresidente Sebastián Piñera dixit), un barrio con mejores instalaciones y mejores vecinos o alguna otra búsqueda de pertenencia. Peajes más, peajes menos o peaje ninguno, la comunidad se convirtió en un rejunte por conveniencia de aspiraciones sociales: colegios de iguales, barrios de iguales y convivencia de iguales.
Conforme estos espacios se empezaron a fortificar, nos hemos enfrentado a una progresiva balcanización, es decir, a un territorio fragmentado en unidades que se hostilizan mutuamente. Nos fragmentamos al desconfiar de otra clase social, de otros modales, de otro color de piel y de otro acento. En momentos, satanizamos lo «flaite» o bien estigmatizamos la violencia del lumpen como pretexto para validar nuestra propia distinción, relegando a la marginalidad a material de leprosario.
Dejamos de comprender lo ajeno y exaltamos nuestros valores de grupo de pertenencia (o, peor aún, del grupo de referencia al cual aspiramos). Hemos transmitido el genoma del canibalismo en nuestra memoria de movilidad social a un nivel en el cual hemos distorsionado el concepto de «diversidad», definiéndolo como el derecho de que múltiples visiones existan, aisladas unas de las otras, en lugar de ser el derecho de que en un espacio común dichas visiones compartan y dialoguen.
Mientras nuestra clase política está discutiendo actualmente si es necesario reconsiderar los aspectos de la reforma tributaria o la reforma educacional, sería mejor dejar de insistir en políticas que promuevan el canibalismo, así como cualquier estrategia que fomente la balcanización. Es tiempo de invertir recursos e instituciones que apoyen un cambio cultural que nos haga sentir a todos parte de un mismo conjunto social.
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