Bajo el mandato del Ministro de Defensa y del General de la Aviación, ambos actualmente en servicio activo, haciendo discursos sentidos y repartiendo abrazos de condolencia por doquier, murieron 21 personas. Aquello ocurrió en una actividad que estaba dentro de la competencia de ellos, durante un vuelo realizado con fondos públicos y bajo una insignia militar. Estas circunstancias son objeto de una investigación penal que no ha concluido, y en la que ambos podrían ser responsables.
Una de las actitudes más desagradables que puede adoptar un gobierno es el de terapeuta de sus ciudadanos. Puesto en ese plan, no busca discutir entre adultos qué drogas permitir y cuáles no, sino “proteger a los niños de ese flagelo” y, en su peor versión, “luchar contra la muerte”. No pretende explicar que su postura frente al conflicto mapuche es la militarización de la policía, sino que “velar por que los pequeños agricultores obtengan la paz”. Dan por hecho que los ciudadanos no van a entender nociones como “Estado unitario”, “reconocimiento constitucional” o “autonomía relativa”. Mejor meter los conceptos a la juguera y hablar de lo que la gente entiende: seguridad, tranquilidad, niños creciendo fuertes y sanos, alegría, artesanía para turistas y gimnasia entretenida, actividad que realizan a menudo frente al Palacio de la Moneda, a todo ritmo. En la cúspide de la sandez, estos adalides de la sanidad mental se preocupan de “la felicidad” de los gobernados. Para qué discutir cuánto gastamos en cañones y cuánto en mantequilla, para qué discutir un programa de gobierno, si podemos dedicarnos a preguntar si sentimos algo en la guatita. Quien osa discutir el método con que enfrentamos un problema –la cantidad de abortos que se cometen en un año, por ejemplo– no recibe un contraargumento, sino una sentencia propia del mundo curativo: “tú no eres pro vida”.
Hay en algunas de las manifestaciones de esta forma de hacer política un empinado mal gusto, una pronunciada falta de pudor. Nuestras Fuerzas Armadas y Ministerio de Defensa, frente al accidente de Juan Fernández, ya no están preocupados de minucias como la preparación técnica de los pilotos, la circunstancia en que se autoriza un vuelo de civiles o el sobrepeso de la máquina. Lo suyo es ahora el proceso de duelo de los familiares de las víctimas. Mejor que perfeccionar y transparentar procedimientos es montar un espectáculo de contrición y lamento. Llama la atención que sea precisamente en el gobierno de los mejores, que tanto nos ha evangelizado con el no dilapidar recursos públicos, cuando este tipo de actos se realicen con el mayor entusiasmo.
Bajo el mandato del Ministro de Defensa y del General de la Aviación, ambos actualmente en servicio activo, haciendo discursos sentidos y repartiendo abrazos de condolencia por doquier, murieron 21 personas. Aquello ocurrió en una actividad que estaba dentro de la competencia de ellos, durante un vuelo realizado con fondos públicos y bajo una insignia militar. Estas circunstancias son objeto de una investigación penal que no ha concluido, y en la que ambos podrían ser responsables. No son, entonces, como pudieran querer verse, lloronas profesionales, repartidores de cariño, mitigadores del dolor. Uno de ellos es precandidato presidencial reconocido, por lo que, desde su mismo reconocimiento, autoriza a ver cada una de sus apariciones públicas posteriores como actos de campaña. En todo caso, aunque no fuera precandidato, resulta evidente que el acto tiene un objetivo político: ponerse del lado de los dolientes, no de los responsables.
Mención aparte merece la forma que se le dio al acto. La exhibición de una bandera gigante rodeada de decenas de velas prendidas por parte de los asistentes no sólo es idéntico al acto de Chacarillas del General Pinochet; es también un acto de fascismo de la peor cepa. Es fascista, por cuanto, en su propia puesta en escena, da a entender que esas muertes tienen un sentido profundo en torno a la idea de patria. Sugiere que son héroes. Muertes como aquellas no tienen un sentido profundo. No son héroes. Tampoco mártires. Son víctimas. No hay ninguna relación entre la patria y la muerte, fuera de ciertas consignas trasnochadas, menos cuando ésta ocurre durante un vuelo cuya razón de ser es la ayuda social, no nuestra soberanía. Pero, en fin, allí estaba la bandera chilena utilizada en vano, tal y como en la cadena nacional del presidente del día de ayer, cuando el foco la apuntaba a ella, por sobre la persona que hablaba. Nada de extraño en un gobierno que ha gastado cientos de millones de pesos en la confección de banderas ultragrandes.
Es propio de una democracia cívico militar que, en este tipo de tragedias, sean un general junto con un ministro civil los encargados de conmemorarla. Coherente con ese modelo es el que sea el poder central quien determina cómo, cuándo y con qué elementos se conmemora. El dolor personal pasa a ser un elemento público, en honor a la bandera. Con una vocación por el espectáculo más propio del reality que de la política, despreciando todo atisbo de sobriedad, se llena un barco tanto de familiares como de periodistas. Que nadie vaya a perderse imágenes del llanto. Y si es en vivo, tanto mejor.
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