En las últimas décadas, nuestro país ha concentrado la mayor cantidad de emergencias de Latinoamérica: terremoto y maremoto del 27F, los recientes terremotos de Iquique, el incendio en Valparaíso, el sismo de Tocopilla, nevadas en Aysén, las erupciones del volcán Chaitén, Villarrica, las inundaciones en el norte con grandes damnificados en la región de Atacama el año recién pasado, etc.
El estado ha tenido que asistir y enfrentar catástrofes con una improvisada institucionalidad y sin contar con una política adecuada para enfrentar el riesgo de desastres socionaturales. Más de 400 mil damnificados son apoyados con planes de emergencias y reconstrucción, financiados con fondos alternos aprobados de urgencia por el Ministerio de Hacienda y reprogramando fondos de la Ley de Presupuestos con un destino social, como gastos de emergencia o reconstrucción. En palabras profanas, haciendo “la bicicleta” con recursos públicos, modificando prioridades sociales.Esta ventaja de autoconocimiento, de relación con la “otrosidad” es lo que generó resiliencia, lo que permitió una rápida organización y que, a pesar de la poca respuesta del nivel central, encontraron lo medios propios para reconstruir primero aquellos lazos de fraternidad y la convicción de que podían levantarse.
Asimismo, la ONEMI es una institución agotada, sin recursos y, lo que es peor, sin credibilidad por parte de la ciudadanía, lo que fragmenta y daña la confianza social.
A pesar de la existencia de protocolos de emergencia y comités subnacionales, las decisiones sobre se siguen tomando a nivel central, perdiendo de vista a los mismos damnificados, tomando decisiones por ellos, quienes se sienten desprotegidos y abandonados desde el desastre, lo que incide en la revictimización de aquellas personas afectadas por una catástrofe. A la catástrofe natural, le sigue la social, por una nula capacidad de acción de los municipios, gobernaciones y gobiernos regionales; la falta de institucionalidad y de los recursos adecuados para enfrentar unas catastrofe y la poco valorada participación ciudadana en la generación de mecanismos de solución de controversias ante vulnerabilidades socionaturales, lo que representa una perdida de capital social instalado en la sociedad civil y los ciudadanos.
Un ejemplo de esto, fue lo ocurrido el año 2010 en la Villa Olímpica, un sector cercano al Estadio Nacional, que fue profundamente afectado por el terremoto del 27F. Recuerdo muy bien que para ellos fue mucho más complejo canalizar ayuda, porque “se trataba de habitantes de Ñuñoa”; porque supuestamente la ficha de protección social “no daba” para canalizar la ayuda o iniciar el proceso de reconstrucción. Hasta el día de hoy, por esos pequeños pasajes, aún permanece las marcas que recuerdan ese difícil episodio. Sin embargo en la Villa Olímpica aún se siente ese calor de barrio, esos gestos entre vecinos, el sentido de comunidad, es claramente un territorio socialmente construido, ajeno a muchas realidades de Ñuñoa, lejano al territorio normativo y a la vida de los actuales condominio, donde los vecinos no se conocen.
Esta ventaja de autoconocimiento, de relación con la “otrosidad” es lo que generó resiliencia, lo que permitió una rápida organización y que, a pesar de la poca respuesta del nivel central, encontraron lo medios propios para reconstruir primero aquellos lazos de fraternidad y la convicción de que podían levantarse; de que podían trabajar unidos y, que ante el abandono del nivel político, no queda más que la generosidad entre vecinos. La ayuda llegó tarde, pero la ciudadanía reaccionó oportunamente.
Un gobierno municipal primero debe ser capaz de identificar estos territorios socialmente construidos, verificar la vulnerabilidad de infraestructura y fortalecer la capacidad de agenciamiento de los ciudadanos. Este catastro de información debiera reproducirse en todo el país, de modo de prevenir un desastre socionatural, no en cuanto a sus efectos inevitables, pero si de aquellos donde los seres humanos podemos hacer mucho.
A nivel central debemos ser capaces de comprender que la institucionalidad está agotada y que requerimos de un órgano descentralizado y desconcentrado, con patrimonio propio, que administre los recursos para los procesos de emergencia y reconstrucción, que cuente con la capacidad técnica de articulación del nivel político pero también a nivel ciudadano. Dicha institucionalidad, por Ley de Presupuesto, debe considerar recursos suficientes y mecanismos de financiamiento adecuados para enfrentar una emergencia, con sistemas de reconstrucción anticipados que cuenten con la adecuada flexibilidad para adaptarse a los posibles escenarios de reconstrucción y fortalecer la participación ciudadana y la incidencia social en aquellas vulnerabilidades de desastre socionaturales.
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